Vestida de luto hasta el cuello. Parada en el umbral del rancho de tambo donde murió su esposo en Walpasiksa, a comienzos de mes, Marina Flores, quien sólo habla miskito, pide dos cosas en su idioma: que se vaya el Ejército de la comunidad y que se investigue cómo fue la muerte de su esposo.
Flores, de 39 años, es la esposa de Leonel Paiwas Cristóbal, de 26 años, un comunitario al que las autoridades militares ligaron con la banda de narcotraficantes que estaba anclada en Walpasiksa y que atacó a miembros del Ejército y la Policía, el pasado 8 de diciembre.
Ella dice que su esposo era ayudante de albañil y desempeñaba ese oficio en el sector de Sandy Bay Sirpi. Ella dice que su esposo era inocente y que no colaboraba con los narcos como se está diciendo.
Las palabras de Flores las traduce su primo Cornelio Waring, un comunitario que el día de los sucesos había viajado a Bilwi, la cabecera de la RAAN (Región Autónoma del Atlántico Norte).
“Puta, me pegó”. Fue el último grito de Leonel Paiwas, el comunitario de Walpasiksa que cayó en el fuego cruzado a un metro escaso de donde ella está, en el centro del rancho. Waring señala una esquina gastada de la ventana como el sitio donde saltó una de las balas disparadas desde el río, donde los miembros de la naval resistían el ataque de los narcos atrincherados en los ranchos de la comunidad.
Esa tarde, el Ejército perdió a dos de sus miembros: al teniente de corbeta Joel Baltodano y al sargento tercero Roberto Somarriba.
Días después del suceso, las autoridades militares en Bilwi identificaron a Paiwas Cristóbal como un narcotraficante más.
Flores, con un embarazo de ocho meses, dice que su esposo estaba en ese rancho porque estaba preocupado por su abuela Angelina Cristóbal.
La viuda, que no evita las lágrimas, relata que la gente de la comunidad quiso enterrar a su esposo, pero el Ejército, que se estableció allí después de la emboscada, no se los permitió.
Waring afirma que él le aplicó formalina al cadáver para que no se descompusiera mientras conseguían un ataúd que nunca llegó, porque, según él, los militares no se lo permitieron.
FUEGO AL CADÁVER
“Más bien le quitaron los 15 mil córdobas que ella tenía para comprar la caja. Pensaron que era de narcotráfico y ese dinero ella lo recogió en la pulpería que tiene aquí en la comunidad”, explica Waring.
Los comunitarios, Flores y Waring, detallan que en vez de permitir la sepultura del muerto, los jefes militares le ofrecieron “cinco galones de gasolina para quemar el cuerpo, y eso no es nuestra costumbre. Nosotros nunca quemamos a nuestros muertos”, afirma Waring.
Consultado ayer vía telefónica el vocero del Ejército, el general Adolfo Zepeda, explicó que esa institución es respetuosa de los sentimientos de las personas, pero aclaró que no entraría en detalles “para no lastimar” ni generar “susceptibilidades”. De lo que se trata es de “que todos los nicaragüenses hagamos un frente común contra el narcotráfico”, expresó Zepeda.
AVIONETA EN CEMENTERIO
Los pobladores de Walpasiksa entierran a sus muertos enfrente de la comunidad, en el mismo sitio donde cayó la avioneta que supuestamente llevaba centenares de kilos de cocaína y bolsas con dólares, y fue el detonante de los enfrentamientos entre las Fuerzas Armadas y los narcos.
Sobre la avioneta, los comunitarios dicen que cayó el fin de semana previo al feriado nacional de la Purísima. Las autoridades sostienen que habría sido el viernes.
En dos días, sábado y domingo, habrían desvalijado la aeronave y habrían escapado los dos tripulantes. Pero ésta es una versión que ningún comunitario confirma abiertamente.
La versión oficial en la comunidad sigue siendo ésta: que la avioneta cayó por la noche, se incendió y un día después llegaron los narcos a golpear y exigirles a culatazos “el producto”, como le llaman a la cocaína, y el dinero.
Sin embargo, en las dos últimas semanas la fuerza pública ha encontrado evidencias de que la comunidad servía como base de operaciones para el grupo narco que lideraba un colombiano.
MILITARES FUERA
Marina Flores es adventista y va a la iglesia que está casi a la par del rancho donde murió su esposo. Es una de las dos iglesias que existen en la comunidad, la otra es morava y mayoritaria.
Flores no esconde su dolor, pero tampoco su rechazo a la presencia militar que domina por estos días en su comunidad.
Angelina Cristóbal, de 75 años, la abuela de su marido, quien está oyendo la conversación, pide permiso para hablar.
Ella quiere decir que su nieto era inocente y que también lo son otros dos nietos que están detenidos en Siuna, acusados de colaborar con los narcos.
“Ellos son pescadores y agricultores. No trabajaban con los narcos porque son adventistas”, dice la abuela que también viste de negro y se sienta en una banca. La Fuerza Pública, que no tiene fecha para levantar campamento e irse de la comunidad, ha establecido que entre 20 y 30 comunitarios, la mayoría líderes, trabajaban con los narcos.
“Nosotros queremos volver a sembrar y pescar, a sacar yuca, a trabajar la tierra, de eso hemos vivido aquí”, traduce Cornelio Waring las palabras de Angelina, una mujer antigua de Walpasiksa.
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