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Ángeles. Dibujo de Enrique Fernández Morales. LA PRENSA/ARCHIVO.

La niña blanca y los pájaros sin pies

Doña Ana no quería quedarse más en España. Ya había aprendido y visto suficiente. Se entristecía con el clima frío, con el paisaje árido, yermo. Quería regresar a su tierra y volver a respirar el aire suyo.

Por Rosario Aguilar

Del Capítulo Doña Ana, de la novela La niña blanca y los pájaros sin pies

I

Doña Ana no quería quedarse más en España. Ya había aprendido y visto suficiente. Se entristecía con el clima frío, con el paisaje árido, yermo. Quería regresar a su tierra y volver a respirar el aire suyo. Le escribió un día a la Reina para que le permitiera regresar. La carta la habían encontrado debajo de la almohada. Fue la Madre Superiora quien la halló y por más que le preguntaron a doña Ana, no dijo nada. Se quedó en silencio. Si su confesor lo supo, lo guardó en secreto de confesión…

“A la S.C.C.R. Majestad Emperatriz y Reina Nuestra Señora.

Doña Ana, hija de Taugema, cacique de algunos pueblos de la Provincia de Nicaragua, besa las Reales manos y pies de vuestra Majestad por tan grandes mercedes como por mandato de vuestra Majestad se me ha hecho, como fue el traerme a España para aprender industriosos oficios. No dudo yo que vuestra Majestad conozca la voluntad y entrañable deseo que tengo de regresar a mi tierra y casarme y acabar mi vida allá. Mucho tiempo ha escribí a V.M. otra carta porque me siento muy sola aquí en España. Estoy muy sola. Mucho tiempo ha que vine y el barco que me trajo ya ha ido y vuelto muchas veces.

Estoy triste. Todo es tristeza aquí. Me asomo por la ventana y veo frente a mí un campo árido, yermo, lleno de piedras. Los olivos, más aflicción me dan, parecen fantasmas de árboles. Ni parecidos a nuestros árboles de verdad. ¡Y qué frío hace! Nunca me voy a acostumbrar al clima frío. Me envuelvo en rebozos, me pongo medias de lana y no me caliento. Añoro el calor de mi tierra. Me siento aislada, siento un gran vacío, me ven y tratan en el convento como a un ser extraño, raro. Las religiosas desconfían de mí. Estoy desesperada. ¡Desesperada! Y no quisiera morir aquí y quedar anotada en los libros del Rey, muerta por añoranzas y tristezas. Me hace falta el aire mío. No resisto los encierros de los conventos y casas de aquí. Allá en Nicaragua vivimos con las puertas y ventanas abiertas. El aire pasa de lado a lado de las casas; todos entran y salen sin cerrar ni abrir cerrojos. Me da pena irme sin haberla visto ¡deseaba tanto verla, conocerla! Quiero dejarle de recuerdo mis primeras escrituras cuando era niña y me enseñaron a leer y escribir correctamente el castellano. Así de paso usted se entera de algunos detalles.

Cuando yo era niña vivíamos contentos. Yo era hija de familia principal, de cacique. Todo era alegría, fiesta. Teníamos gusto de vivir. Teníamos cantos. Las milpas verdes. Jugábamos en las plazas, nos bañábamos en los ríos. Íbamos a los mercados y allí toda clase de frutas: pitahayas rojas, nísperos, caimitos, zapotes, mameyes, tomates… y mis preferidos los jocotes. Las avispas, los gorriones y los tábanos volaban por doquier. En las fiestas se bebía chicha de maíz, de coyol, fresco de cacao. Abundaban las cosas. La vida tranquila, suave. Un día nos fuimos a bañar al río todas las mujeres de las familias principales. Estábamos en el río jugando, retozando, cuando de pronto… oímos como si tamborileaba la tierra. Nos quedamos viendo. Dejamos de hacer lo que estábamos haciendo, de cantar lo que estábamos cantando. Mudas. Alguien puso el oído en el suelo para oír si era un temblor, si era el volcán, si era una manada de animales. Una amenaza, una desgracia. Cuando se apareció el primer animal. ¡Ay! creímos que era una aparición de lo horrible que era: dos cabezas tenía, una de animal como venado con pelo largo, y otra de mono cariblanco barbudo. Seis patas, cuatro con pezuñas y dos colgando. Después se fueron apareciendo más y más animales de aquéllos. Nos asustamos, nos asombramos horriblemente. Salimos corriendo así desnudas a escondernos en los zarzales. No tuvimos tiempo de recoger nada… quedaron tiradas las naguas… Allí detrás de las zarzas, entre el fango queditas, sin movernos los atisbamos. Los vimos, los oímos y olimos. Cuando se fueron después de probar el agua, salimos corriendo al pueblo y llegamos gritando todas juntas en una sola alharaca: “Vieran visto, vieran visto, lo que acabamos de ver”. Pero los hombres no nos creyeron, hasta que los vieron con sus propios ojos. Hasta el día que vinieron los cristianos todo estaba feliz: el agua corría libre y limpia por los ríos. Las milpas daban sus mazorcas, el cacao sus pepitas. Los hombres alegres se embriagaban en sus fiestas, las mujeres parían sus hijos y los animales se acoplaban y engordaban…

Primero querían paz. Enseñarnos su Dios. Después, quisieron otras cosas, no solamente el bautismo de todos. Quisieron nuestra tierra, esclavos para las minas, para las sementeras…

No se podía vivir. Se detuvieron nuestros corazones. Ya todos los cantos detenidos en nuestras gargantas. Quisimos seguir viviendo a pesar de ellos. Moler el maíz en la piedra de moler, preparar la masa, echar las tortillas en el fogón de tres piedras. Que sus armas de guerra no nos mataran, que nos permitieran orar a nuestros dioses, que nos dejaran vivir… solamente vivir.

Deseaba tanto conocerla, querida Emperatriz, Reina, Nuestra Señora, soy doña Ana India, hija del Cacique Taugema. En mi tierra solamente queremos vivir en paz. Nuestros antepasados huyeron ya de otros hombres ambiciosos y guerreros.

Quiero contarle que teníamos las tierras más cultivadas y pobladas al llegar ustedes. Todo estaba ordenado: nuestros hombres tenían días para sembrar, para orar, para abstenerse de sus mujeres, para ayunar, y para bailar y embriagarse. Las mujeres, días para tejer, para el mercado, para moler, yacer con los varones, parir y criar. Todo estaba previsto: los meses de verano, los meses de lluvia, los meses de mucho viento. Todo, menos la venida intempestiva de los extranjeros. Nos gusta su Dios porque habla de amor y perdón, y a nosotros nos encanta el amor. Nos gusta su Madre, porque sabe consolar y tiene un manto protector. Aceptamos su religión, todo eso de “adorar a Dios sobre todas las cosas, amar a tu prójimo como a ti mismo, santificar las fiestas, honrar a tus mayores”. Nos gusta. Está bien. Nos parece que podrían vivir juntos en el cielo nuestros dioses y Dios Misericordioso y su madrecita, tan linda, tan buena. Nos parece que a los que ustedes mandan, predican todas las cosas hermosas de su religión y no las cumplen… ¡Son a veces tan rudos, tan violentos!

Todo se complicó, querida Reina. Nunca volveremos a ser iguales, ni ustedes ni nosotros. A vivir igual. Nunca. Si ustedes se volvieran ya nada podría ser lo mismo. Porque ¿cómo desandar lo andado, ignorar lo conocido, separar lo que se ha unido, purificar lo que ya se ha mezclado? ¡Sería lindo que nos dejen a Dios y a su Madre con nosotros! Que nos los dejen, que no se los vayan a traer de regreso en los barcos… ¡Si yo pudiera ir hasta la Cámara Real y hablarle a sus Majestades frente a frente, besarle sus pies y manos, si me permitieran viajar hasta Roma y hablar con su Santidad! Porque hay que reformar las leyes y la religión que nos han enseñado.

A tres de febrero del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos y treinta y siete años.

Sus muy Reales manos y pies besa,

Doña Ana India

(firma y rúbrica)”

 

La Prensa Literaria

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