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La OEA ante la interrupción de la democracia

La Organización de Estados Americanos (OEA) es una organización de gobiernos y por lo tanto de los gobernantes de turno en los países que son sus miembros. La OEA no es una organización de pueblos, mucho menos de asociaciones de ciudadanos democráticos y por lo tanto actúa según las conveniencias de los gobiernos a los que dicho organismo obedece, no de los intereses de los pueblos que supuestamente representan los gobernantes.

La actuación de la OEA en el caso reciente de Honduras resultó muy aleccionadora. Manuel Zelaya fue destituido de su cargo como Presidente de la República de Honduras, de acuerdo con la ley constitucional, porque estaba tratando de interrumpir el proceso democrático hondureño; pretendía reelegirse a pesar de que la Constitución prohíbe absolutamente la reelección presidencial; quería realizar un referendo fraudulento —con urnas hechas en Venezuela y boletas de votación ya marcadas— como paso previo para llamar a una asamblea constituyente.

Zelaya desconoció la independencia de los poderes del Estado, desacató las resoluciones judiciales que le ordenaban detener las acciones inconstitucionales que estaba realizando. Zelaya se declaró en rebeldía y destituyó a la jefatura del Ejército leal a la Constitución, para sustituirla con militares que pudiera manejar a su antojo. De manera que Zelaya tuvo que ser destituido de manera brusca pero legal, según lo previsto en la Constitución, independientemente de que la autoridad se excediera al expulsarlo del país.

En su actuación justa y oportuna en defensa de la democracia, las autoridades legítimas de Honduras contaron con el respaldo de la Iglesia católica y otras denominaciones religiosas, fueron apoyadas por la empresa privada y los partidos políticos democráticos, incluyendo el liberal, al que pertenecía Zelaya. La mayoría del pueblo hondureño celebró la destitución legal del abusivo gobernante. Sin embargo, la OEA, en vez de respaldar a quienes salvaron la democracia en Honduras, se puso incondicionalmente al lado de Zelaya, el quebrantador de la democracia, quizás por temor a los gobernantes autoritarios y agresivos del Alba o tal vez en connivencia con ellos.

En realidad, si la OEA tenía dudas acerca de la naturaleza del cambio de gobierno que se había producido en Honduras (golpe militar o destitución legítima), por lo menos debió investigar los hechos, oír a todas las partes involucradas en el conflicto. Pero lo que hizo fue sitiar al nuevo gobierno democrático, exigir su claudicación y demandar la restitución incondicional del ex gobernante que estaba tratando de destruir la democracia, del que abusó de sus facultades presidenciales y desconoció la independencia de los poderes del Estado, atropelló la Constitución y trató de imponer un régimen autoritario similar o parecido a los que hay en Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua.

Entonces, si en el caso de Honduras la OEA no actuó en defensa de la democracia, sino en respaldo de quienes la estaban atropellando y queriendo destruirla; y si esta organización de gobiernos que es la OEA ha permanecido indiferente ante el avance de la dictadura en Venezuela y demás países del Alba, sería una ingenuidad creer que en Nicaragua sí podría actuar en defensa de las instituciones y de los valores democráticos que están siendo brutalmente quebrantados por el régimen de Daniel Ortega.

Y no es que la OEA no esté facultada para actuar en situaciones como la que hay actualmente en Nicaragua. Desde que la Asamblea General de la OEA celebrada en Perú en septiembre del 2001 aprobó la Carta Democrática Interamericana, la organización hemisférica está legitimada para actuar no sólo en los casos de rompimientos bruscos del orden democrático, sino también en situaciones de ruptura paulatina de la democracia, como la que está ocurriendo en Nicaragua. La idea es que la OEA no sólo debe actuar hasta después que ocurran los golpes de Estado contra la democracia, sino que también debe prevenirlos, porque al fin y al cabo en ambos casos la consecuencia es la misma, o sea la desaparición de la democracia y el establecimiento de regímenes dictatoriales y criminales con intención de perpetuidad. Pero no actúa.

De modo que está bien denunciar ante la OEA y todos los foros del mundo, los atropellos de Ortega a la democracia y su empeño en imponer una nueva dictadura que llevará el país a otro desastre nacional con inevitables repercusiones externas. Igualmente es necesario recabar toda la solidaridad internacional que sea posible. Pero la salvación de la libertad y la democracia en Nicaragua sólo puede ser fruto de la lucha multiforme de los mismos nicaragüenses.

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