Por Francisco Ruiz Udiel
Cansado de caminar por el desierto, un niño preguntó a su padre de dónde sale la arena.
—De las estatuas —respondió su padre.
—¿De las estatuas? ¿Cómo?
—Cuando éstas mueren se vuelven arena. Luego el viento carga con su peso.
—¡Quiero ser estatua! ¡Quiero ser estatua!
—¿Y por qué mejor no ser viento? —preguntó el padre.
—Porque no habría quién cargara con mi peso.
Entonces, el padre hundió las manos en el desierto y empezó a escarbar y a escarbar hasta encontrar un hueco en la arena: al otro lado aguardaba el viento.
A Sergio Ramírez
ENTRE UNA MONTAÑA Y OTRA
me queda únicamente la niebla con su sabor a lluvia:
la mano en la raíz cortada.
Me queda el mar revuelto en dunas
que no es el mismo mar
sino otro que en horizonte me piensa.
La orilla me queda, y el letargo de un ritual de arena
cuya historia es incapaz de sostener su ruina:
la palabra envuelta en la tempestad del ruido,
el puño sembrado bajo tierra.
Me queda un muro sellado:
la oscuridad en la cueva, la hoja que regresa al árbol
y el agua que derrama su grito
hasta tornarse piedra.
A Ulises Juárez Polanco
DEJA LA PUERTA ABIERTA
Deja la puerta abierta.
Que tus palabras entren
como un arco tejido por cipreses,
un poco más livianas
que la ineludible vida.
Lejos está el puerto
donde los barcos de ébano
reposan con tristeza.
Poco me importa llegar a ellos,
pues largo es el abrazo con la noche
y corta la esperanza con la tierra.
Dondequiera que vaya
el mar me arroja a cualquier parte,
otro amanecer donde la imaginación
ya no puede convertir el lodo
en vasijas para almacenar recuerdos.
Me canso de despertar,
la luz me hiere cuando ver no quiero.
El viaje a Ítaca nada me ofrece.
Si hubiera al menos un poco de vino
para embriagar los días que nos quedan,
embriagar los días que nos quedan,
que nos quedan.
A Claribel Alegría, Su Majestad
DOS POETAS EN TREN
Soñé que viajábamos en un vagón de tren.
Mi amigo despierta sobresaltado
y musita un poema de Roque Dalton,
entonces el vagón se vuelve más oscuro.
Mi amigo pregunta cuál es el rumbo,
hacia dónde vamos.
A esta hora la humanidad despierta en América, dice,
y empieza a llorar como personaje de un cuento de barro.
El vagón se ilumina de vez en cuando.
Del pecho de mi amigo emerge una flor
que se abre y cierra cada vez que respira.
Poco a poco va conciliando el sueño
y el ruido del mundo se apaga.
Algo nos dice que hemos llegado a nuestro destino.
Despierto a mi amigo, lo muevo, lo consuelo y nada.
Su brazo permanece rígido contra su pecho.
Una cicatriz parecida a los rieles del tren
se devela en sus manos.
A Carlos Clará
DE SU POEMARIO INÉDITO MEMORIAS DEL AGUA
DESPERTAR DEL AGUA
El agua ha sido cortada del río de este mundo.
Yalal ad-Din Rumí
Como diáfanas cometas guiadas por el hilo
de un ovillo, que al soltarlo, deshace nuestra imagen;
así quedarán las aves suspendidas en el aire
cuando cruces la plaza
y tus cabellos dibujen arabescos en mis labios.
Después de nuestro encuentro,
el rumor de la catedral revelará los secretos que guardamos.
Otros llegarán al lugar, preguntarán por nosotros.
Allá dejaron escritos sus nombres, dirán luego,
señalando un obelisco.
Los mercaderes de espejos contarán la historia:
Nosotros los vimos,
ella iba de negro, llevaba un rostro de lirios;
él fabricaba migajas de pan entre sus dedos.
En este sitio de la plaza se eleva un hilo púrpura,
un pez ígneo lo entrelaza:
hidra de la penumbra,
¿dónde se unirán los abrazos
que hicieron falta?
En este mismo lugar,
donde los faros esparcen su neblina
y donde las palabras rozan la aflicción del agua,
en este mismo lugar,
volverá a repetirse
nuestro amor.
EN QUÉ LUGAR
bordará su vestido
la muchacha que soñaba
con jarrones verdes,
su amargura deshecha en la escritura.
Dónde y junto a qué árbol amarra su sombra;
ay, animal de cada uno en la sangre del otro,
gota de soledad, hoja cetrina
que guardaba como escapulario
en sus cabellos, la historia,
los desamores náufragos en sus ojos.
Cuál era su nombre asido a la hierba,
qué sustancia disuelta creció en la tempestad del arco.
Cómo se hacía llamar la muchacha que caminó
junto a mí con el semblante absorto,
callando, ahora sé, la lluvia tras sus párpados.
Cómo se hacía llamar la que se olvidó de sí,
la huella desprendida, cigarra enmudecida.
Yo, que aprendí a guardar sus dolores,
no pude despertarla de su tiniebla,
por temor, por no saber
que era mi nombre lo que buscaba.
Y llegué a escuchar la huida del ciervo, el vaso roto
y la llama que va quemando el paso de las flores secas.
De ella sólo me queda la cicatriz del agua,
la columna de cera
y un olor que adormece junto a las limonarias.
TUVE ENVIDIA DE AQUEL NIÑO
que hundió su frente en tu pecho, padre.
Imaginé que también eras aquel niño
tratando de inventar un corazón.
Te observé entre la niebla
que te convertía en ángel maquillado por nubes.
Yo también huí de la ciudad, no lo sabías.
Huí por temor a mí mismo,
por temor a que la ciudad
desapareciera conmigo en su rabia.
Al partir, mis amigos me vieron indeciso,
me susurraron palabras que inflaban mi odio,
pero yo me había decidido
a herir el interior de las flores.
Sé que ahora algunos me piden un puñado de luz;
otros, una ventana abierta para los amantes.
Les aclaro que no soy pesimista,
simplemente dejé de creer en todo.
Mientras digo esto,
imagino que no es útil reparar en males
cuando estamos a punto de cometerlos.
Pero te juro no sabía, no tenía idea
de que las flores de lata derretían el acero de los hombres
para devolverlos a la tierra como seres indefensos.
Asumo que nada puedo hacer,
excepto escribirte esta pequeña nota
y decirte que yo también hubiera deseado
apaciguar mis dolores en tu pecho. Pero es tarde,
en algún lugar habrás olvidado mi nombre.
A Salarrué
HABRÍA QUE SEMBRAR GIRASOLES
Habría que sembrar girasoles
a lo largo del camino,
sembrarlos en la tierra,
en la ciénaga, en el barro,
plantarlos bajo el odio,
como se planta el fuego.
Habría que sembrar girasoles
aunque la tarde prosiga
con su rumor de polvo.
La caverna está en el centro
y, tras los días, los girasoles
subvierten al desprecio,
pero habría que sembrar girasoles, digo
—no por insistencia—,
sembrar girasoles con afán
de prolongar partidas,
regarles la noche con ajenjo,
cubrir de arena la sorda vida.
Habría que sembrar girasoles de pesadumbre,
de tallos largos que sostengan
la gravedad del hombre,
sembrarlos a lo largo del camino,
plantarlos en los techos de las casas,
en todas partes, con su luminosa forma.
Si hacemos esto,
de aquí a veinte años
aprenderemos a dar abrazos a las piedras
antes de arrojarlas al sol.
A Vincent Van Gogh
CASA DE JENGIBRE
—Versión libre de Hansel y Gretel—
Antes de emprender el viaje
tomé el único trozo de pan sobrante de la cesta de mimbre,
duro pan de olvido que arrojé en migajas
para iluminar el sendero.
Más allá, en la espesura,
donde hay ramas que languidecen,
niebla esparcida del bostezo en las bocas de los árboles,
lancé algunos mendrugos cual luciérnagas desterradas
hacia cualquier parte.
Y ya perdido, definitivamente perdido con mi corazón
de leñador que transita en la humedad del bosque,
decidí dormir un poco
para soñar que el Diablo me ofrecía piedras,
y así, convertirlas en algún bocado.
Pero el sueño es tarde que apacigua al trigo,
y cuando desperté, la ausencia recorría,
como el agua,
aquel camino que un día conoció el pan.
Tras de mí no queda nada:
sólo un aleteo de sombras
y el ruido de pájaros insomnes que, hambrientos,
van borrando mis huellas.
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