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 Francisco de Asís en el carnaval poético en uno de los festivales de poesía. LA PRENSA/Archivo

Poemas de Francisco de Asís Fernández

EL POETA Y SU ESPEJO A mis nietos Andrés Alejandro Francisco de Asís y Andrea Camila Francisca de Asís Hay una persona que vive en mi espejo que se ha hecho con los momentos de mirarme, y parece contener, por su edad, el costado perverso de mis sueños. Hace años era diferente. Y el tiempo […]

EL POETA Y SU ESPEJO

A mis nietos Andrés Alejandro Francisco de Asís

y Andrea Camila Francisca de Asís

Hay una persona que vive en mi espejo

que se ha hecho con los momentos de mirarme,

y parece contener, por su edad, el costado perverso de mis sueños.

Hace años era diferente. Y el tiempo lo ha hecho otro.

Ahora da la impresión de haber renunciado a mucho

y no se le ve la belleza que le dio la juventud.

Parece que en el mundo que vive hace frío y comienza a llover.

El hombre que me sale en el espejo es reservado y reflexivo

y sólo algunas veces repite mis palabras como en un eco sordo.

Me entristece que sus grandes pasiones le hayan arrugado la piel

y lo hayan ensombrecido con soledad, pensamientos de tristeza,

patas de gallina en los ojos y profundas ojeras.

Me dan miedo sus miradas de resignación y reproche

y su rechazo profundo a ser cómplice de la dicha y la mentira.

Su tono está hecho de pensamientos y no oye mi guitarra,

y cada día se parece más a mi padre.

Tiene la cara de mi padre ya invadida por la tristeza.

No está de acuerdo con la disipación de mis trabajos y mis días

y me quiere más fiel a mi casa y a mis sueños.

Él compara su mundo lleno de reflexiones

con el mío, que no tiene sosiego ni en la alegría ni en la tristeza,

ni en la verdad ni en la mentira, ni en la prosa ni en la poesía,

y me ve como un venado joven suelto en los riscos

en un paisaje de piedras y espinas.

Cuando se pasa su mano como un rastrillo sobre su pelo

pareciera que se quiere arrancar de raíz su parecido conmigo

y que ya no quiere tener más mi imagen mundana

apareciendo inesperadamente para perturbar la riqueza de su soledad

en su recinto de clausura.

Con mi otro yo

Hay unos pasadizos secretos entre ese desconocido del espejo

y el perro rabioso que habita mi corazón y mis arrugas.

Arrinconado, me hipnotiza y me despierta desgarrado por el llanto.

Qué esconde su tristeza muda cuando pregunta:

¿Bailaste músicas imaginarias y no existió la felicidad de tu niñez?

¿Qué sabes de la separación de tus padres y del naufragio de tu familia?

¿Quién de los dos tiene el lado tierno

y quién el lado que sale de la boca del dragón?

Los peores demonios vienen en la falta de orgullo

en la soledad frente al espejo.

Te quitan la sangre del cuerpo, te mienten, te engañan, te traicionan,

y hacen que tu corazón sea ese perro rabioso

que se gana la vida abriendo muertos sin saber adónde encaja,

y atraviesa el maldito infierno para averiguar

que la poesía prohíbe que un día se parezca a otro.

Este nuevo día me descubre que para poner a ese desconocido adentro del espejo,

sustituyeron el vidrio con ladrillos de agua transparente

construidos con los ripios sobrantes de los inmensos

aguaceros del diluvio

y los deshechos de lágrimas de las tragedias familiares.

El temor de la muerte

Del temor a envejecer pasé al temor de la muerte.

De todo lo que gané en la vida

pasé al miedo incontrolable de perderlo todo.

A esta edad los arrepentimientos son pesadillas y fantasmas,

que llegan a la memoria y empeoran las noches, acosan y castigan.

Son una casa encendida con cuartos de memorias clausuradas

que se apagan y se vuelven a encender uno por uno,

con grandes zonas de tinieblas avanzando incontrolables.

Yo quise ser lo que fui

y no sé si es muy tarde para ser lo que quiero ser.

Siempre me persigue la llama para que arda,

para que en mi vuelo me crezcan plumas blancas en el

cuello y la espalda

y el sol me calcine y me derribe,

para que la poesía me extraiga la virtud

y me arroje íngrimo al desierto humano.

Pero ahora mi miedo animal es a la muerte,

a que ya no existan mi desesperación y mi abandono,

a que lo natural sea que mi yo sea mi nada

y me crezcan las uñas y el pelo en la soledad de la tierra

y mi cuerpo vuelva a ser un puñado de polvo;

miedo a que las agallas y locuras marchitas de mi vida

estén en ese puñado de polvo

y nadie las perciba en ese paisaje de la naturaleza de los

pájaros, o en los labios pálidos de una mujer indefensa.

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