Mayo no fue bueno para la economía estadounidense. Aunque oficialmente la economía norteamericana tiene dos años de estar en recuperación después de la Gran Recesión de 2007-2009, las cifras recientes no son alentadoras. Por ejemplo, después de bajar la tasa de desempleo a 8.9 por ciento, tiene dos meses consecutivos de estar repuntando y en mayo alcanzó el 9.1 por ciento. Y el dólar ha seguido devaluándose llegando recientemente a la mitad del valor que tenía cuando la moneda común europea se introdujo en 2001. Esto responde, a mi criterio, a una política consciente estadounidense de reducir su déficit comercial crónico con sus principales socios económicos y de “exportar su desempleo” a otros países abaratando el costo de bienes norteamericanos. Sin embargo, la debilidad del dólar es percibida como algo malo por la población.
Al mismo tiempo, el valor promedio de las viviendas norteamericanas está 35 por ciento por debajo de lo que fue en el 2006. Como su casa es el activo más caro para el estadounidense de clase media, esto lo hace sentirse más pobre y alimenta su creciente pesimismo.
Por otro lado, el debate público se centra cada vez más en el alto déficit fiscal del Gobierno, en la inmensidad de la deuda pública (US$14.3 billones) y en la necesidad de subir el límite de esa deuda —un requerimiento legal en los Estados Unidos— o el país no podrá pagar su deuda. Con todas estas malas noticias, no es sorprendente que el ciudadano común y corriente siente que su país está mostrando síntomas de una república bananera y que les heredará a sus hijos un país más pobre que el que recibió de sus padres.
Este “ruido” ha creado un malestar palpable que se traduce en preocupación por temas de inmediatez ¿cómo revertir el programa de seguro médico universal recientemente promulgado y conocido por sus muchos detractores como “Obamacare”? Pero hay otras tendencias más preocupantes que son estructurales o de más largo alcance y que están pasando desapercibidas. Quizás la más importante de estas es la “desindustrialización” de los Estados Unidos.
En 1960 el sector industrial norteamericano representaba el 38 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) del país. Era la era cuando casi todo lo que se consumía en la Unión Americana era “made in USA”, desde vehículos hasta bujías de luz. Era la época dorada de GM, Ford y US Steel.
En el último medio siglo, sin embargo, el sector industrial estadounidense se ha encogido y ahora representa aproximadamente el 20 por ciento del PIB. Y esta contracción se ha ido acelerando. Por ejemplo, en 2000, los Estados Unidos era el primer manufacturero de vehículos del mundo con el 22 por ciento de la producción mundial. Hoy está en tercer lugar detrás de la China y el Japón que actualmente producen el 24 por ciento y el 12 por ciento de vehículos, respectivamente, mientras que la producción estadounidense ha caído a 10 por ciento.
En el acero se ha visto el mismo fenómeno. En 1900, Estados Unidos era el primer productor mundial con el 37 por ciento de la producción total. En 2001, Norteamérica estaba en segundo lugar detrás de la China, cuya parte de la producción mundial era 18 por ciento versus el 11 por ciento que era la tajada estadounidense. Y en 2010, los Estados Unidos había caído a tercer lugar detrás de la China y el Japón que representaban el 44 por ciento y 8 por ciento de la producción mundial mientras que Estados Unidos había bajado a tan solo 6 por ciento.
En otros rubros, los Estados Unidos ya no es ni siquiera un jugador. ¿Cuándo es la última vez, por ejemplo, que vieron un par de zapatos, una televisión o un producto de línea blanca “made in USA”?
Diversos factores han contribuido a esta “desindustrialización”. Algunos incluyen una reducción en la calidad de sus productos, mayores avances tecnológicos en otros países y la pérdida de competitividad del sector industrial por “conquistas sociales” insostenibles de sus obreros.
Es cierto que Estados Unidos todavía es la economía más grande del planeta con el 25 por ciento del PIB mundial. Muchas de sus universidades son excelentes y atraen a cientos de miles de estudiantes extranjeros anualmente. Sus hospitales también están en la vanguardia de la excelencia y de costos. Sus fuerzas armadas son las más potentes y tecnológicamente sofisticadas del planeta y su cultura popular se proyecta universalmente. Sin embargo, la pregunta obligada es ¿cuánto tiempo podrán los Estados Unidos sostenerse como la potencia hegemónica que eran después de la desaparición de la Unión Soviética, cuando la columna vertebral de su economía —su sector industrial— se está atrofiando?
El autor es economista y diputado del PLC
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