Durante las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos yo me encontraba de visita en dicho país.
El día culminante seguí el conteo de los votos frente a la televisión, acompañado de una de mis hijas y su esposo. Mientras las cifras del cómputo de cada estado iban apareciendo en las pantallas, a nadie se le ocurría pensar si los resultados eran fiables o no. El tema ni se planteaba. Cuando se vio claramente la victoria de Obama, mi yerno mostró su decepción yéndose a acostar.
Al día siguiente todo estaba igual. Fuimos a visitar otros parientes y comentar los resultados. Unos estaban complacidos. Otros mostraban cierta decepción, como cuando su equipo pierde un partido de beisbol. Mientras tanto la rutina de la vida seguía como si nada. La elección, aunque iba a tener su indudable importancia en algunas políticas internas y externas de la nación más fuerte del mundo, no causaba mayor conmoción entre sus habitantes.
El barco iba a cambiar de capitán, pero seguiría surcando el mar hacia el mismo puerto. Nadie tenía que preocuparse por las reacciones de la población o de las autoridades. Nadie había ido a los supermercados a reforzar sus provisiones, “por si acaso”. Si en los próximos años Obama no satisfacía las expectativas, sus electores lo cambiarían por otro. Sin sobresaltos, sin agitaciones, como había ocurrido en las elecciones pasadas, y en las antepasadas, y las de hace doscientos años.
Certidumbre, continuidad, paz. Los frutos de una sociedad que encontró su rumbo y montó un marco sólido, institucional, para dirimir sus diferencias y cambiar sus gobernantes. Cauce estable que ha permitido que las energías de sus habitantes se viertan sin mayores distracciones al trabajo productivo, y contribuido a que sea la nación más próspera del planeta. Junto a ella existen otras; las democracias europeas y, en nuestro continente, países como Chile y Costa Rica; sociedades donde las elecciones no producen espasmos y que disfrutan de una certidumbre que permite pensar y soñar, a largo plazo.
¡Qué diferencia más grande con nuestra Nicaragua! A la hora de escribir este artículo (viernes 4), no tenía idea de cómo iba a estar mi país el lunes en que se publicara. ¿Cómo saberlo si vivimos en la sociedad de lo impredecible? Ojalá que en paz y sin grandes tensiones, pero con un ojalá expresado con la angustia de quien camina por un acantilado, rogando a Dios no resbalarse.
Nuestra incertidumbre permanece en todos los escenarios. Si los resultados son turbios la incertidumbre lógicamente arrecia. Pero aún si no lo fuesen, ella permanece agazapada: Si ganó Ortega, muchos se preguntarán “y ahora, ¿qué pasará?” ¿Se irá a volver más radical? ¿Cambiará la Constitución para desmontar la democracia? ¿Comenzará a reprimir a la oposición? Y si el ganador es Fabio, la pregunta es: ¿Lo dejarán gobernar en paz? Antes de las elecciones solo había una certidumbre: que Alemán saldría mal parado. Pero aún esta se estremecía ante la posibilidad que la mano pachona de Roberto Rivas y secuaces quisiese sacarlo del hoyo, adulterando resultados.
Y es que cuando no hay respeto al marco legal, cuando las reglas del juego son adornos formales para cubrir apariencias, nada es cierto; todo se vuelve posible; el corcho puede hundirse y el plomo flotar; se entra en el universo de lo insólito. Entonces ya no pesa la voluntad popular, ni los consensos sociales; las cosas la deciden unas pocas cabezas o una sola, a veces bien, a veces mal. El hecho es que todo el futuro de una colectividad queda sujeto al capricho, a los buenos o malos deseos, de quien ostenta el poder supremo.
Esta ausencia de cauces institucionales, ha llegado a permear nuestra forma de analizar las cosas. Cuando queremos prever las acciones del gobernante —y de otros políticos— no pensamos en términos de si las leyes le permiten una u otra cosa, sino en término de qué es posible que haga en función de la correlación de fuerzas, o de sus costos o beneficios. La ley y la ética no marcan límites las decisiones, sino la bruta, desnuda y brutal conveniencia.
No es una forma grata de vivir. Su costo, en realidad, es horrendo, aunque algunos se acostumbran a convivir así. Hacen cálculos pragmáticos y concluyen que el análisis de las correlaciones de fuerza augura cierta paz y que hasta se puede pactar con el diablo. Pero es una estabilidad precaria, en la que por un tiempo se puede medrar quizás, sin ahogarse, pero que carcome la moral —porque nos habituamos a prescindir de la ética y el derecho— y que no desemboca en el tipo de sociedad tranquila, dinámica y feliz, que todos tenemos el derecho y el deber de buscar. Independientemente de los resultados de ayer, la lucha por construir esa sociedad seguirá estando en nuestra agenda. No la conseguiremos de la noche a la mañana y sin esfuerzos. Pero es posible y será recompensado. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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