Por: Amalia del Cid
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Hace millones de años se formó la piedra caliza en las llanuras que hoy componen San Rafael del Sur, un pueblo polvoso y caliente asentado a 46 kilómetros de Managua. Había mucho mineral para aprovechar, así que un día, hace más de dos siglos, a esas tierras llegó la actividad económica. Con el fuego se quemaron las piedras y de las piedras salió la cal. Todo eso debió pasar para que ahora el pequeño Sandy empaque polvo blanco en bolsitas plásticas; Nelson Cruz se tueste el esqueleto en un horno y doña María Andrea Gutiérrez llore la muerte de su esposo.
Sandy, de 7 años, tiene el pelo chirizo y una sonrisa que ya comienza a botar los dientes de leche. Por las mañanas asiste a una escuelita en la que cursa el primer grado de primaria y por las tardes ayuda a su madre a embolsar cal. Habita en Los Sánchez Norte, una comunidad que cuenta con seis hornos de cal y es considerada la más calera del municipio, en el que existen cerca de 30 hornos, según registros de la Cooperativa de Servicios Múltiples de Productores de Cal de San Rafael del Sur (Cooprocal, RL).
“La llenás así (hace como si deslizara una bolsa sobre un montón de cal), la amarrás y la tirás (pasa la mano derecha por arriba de su hombro)”, Sandy explica el procedimiento con la propiedad de quien empaca hasta 500 bolsitas al día para ganarse 17 córdobas, ya que un bolsón con 15 paquetitos se paga en apenas cinco reales.
“Se te va la cal en la nariz”, cuenta , y se lleva las manos a la cara, llenito de inocencia. Él es uno de los mil niños sanrafaelinos que trabajan en el negocio de la cal, de acuerdo con un informe realizado en septiembre del año pasado por la Federación de Trabajadores del Servicio Público (Fedetrasep), tras haber hecho un estudio en las comunidades de San Pablo, Los Gutiérrez Norte y Sur, Los Sánchez Norte y Sur, Los Velásquez, Chorotega y Los Angulos.
Sandy es repitente, igual que muchos de sus compañeros de clase, que se retiran de la escuela a mediados de año. Sus madres los llevan como ayudantes a los hornos o los dejan en la casa mientras ellas empacan cal. “Hemos tenido que recurrir a Mifamilia y la Policía para que traigan a los niños a la escuela”, comenta Marlinda Gutiérrez, profesora de primer grado.
Por eso los pequeños se ponen huraños cuando alguien menciona al Ministerio de la Familia (Mifamilia). Ya saben que de los hornos de cal no deben hablar. Gerardo, de 9 años, no da un paso en falso ni dice una palabra de más. Sin embargo, Rodrigo, de 8 años y Ricardo y Amílcar, ambos de 11, se animan a platicar acerca de sus labores en los hornos. “Nos gusta venir a clase”, dicen, pero están orgullosos de ganar su propio dinero y poder dárselo a sus progenitoras.
“FAUSTITO YA NO VIENE”
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La escuela multigrados de Los Sánchez Norte es un cajón de cemento mal dividido en dos secciones. Allí están los estudiantes de cuarto, quinto y sexto grado. Son los que más frecuentemente faltan a clases, llegan una semana sí y otra no, hasta que las abandonan. Por ser mayores, resultan más útiles en las caleras y de los hornos los mandan a llamar.
La profesora Milagros Parrales hace una prueba entre sus alumnos:
Por ser San Rafael del Sur una planicie el mar estaba muy afuera, por eso hoy es posible encontrar muchas minas de cal. “Es una riqueza que nos regaló el mar y que hoy se está dañando por mala explotación”, lamenta el experto.
Hay daños al bosque y a los ríos y también hay contaminación atmosférica, apunta Ortiz.
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Pero desde que se organizaron los dueños de hornos sanrafaelinos, ha nacido un fenómeno: en el municipio de Villa El Carmen hay alrededor de seis caleras que les están haciendo competencia desleal, pues realizan quemas a cada rato y sin regulación, señala Navarro.
Y, según ella, en las comarcas de San Rafael del Sur hay otro problema: algunas personas compran la cal y la llevan a casa para empacarla ahí. Echan menos polvo y venden las bolsas más baratas. Así, en lugar de pagar 8 córdobas, los clientes eligen los paquetes de 6 córdobas.
Esas mismas personas permiten que menores de edad empaquen cal, apunta.
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—¡A ver! ¿Quiénes de los niños no quisieron estudiar por estar trabajando en los hornos?, pregunta. Tras un breve silencio, comienza un coro de nombres.
—¡Adonis!
—¡Giovanni!
—¡Juan Daniel!
—¡Elvis!… profe.
—¡Félix!, que ya iba para quinto.
—¡Faustito ya no viene! —grita un uniformado de sonrisa pícara y cabello alborotado. Es Jahir, de 12 años, que por las tardes también va a las caleras. Aunque según Mireya Navarro, presidenta de la Cooprocal, se ha orientado a los dueños de hornos que no permitan el ingreso de niños pequeños.
En la escuelita a la que asiste Jahir los estudiantes parecen dominar mejor los precios de la cal y la leña que las tablas de matemáticas. Cuando cumplan 14 años entrarán a una edad que en su pueblo es considerada apta para el trabajo y deberán decidir qué camino tomar. “La mayoría de los jóvenes se va de ayudante de camión”, lamenta la profesora Milagros.
MEDIA VIDA ENTRE CAL
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Catorce años tenía Nelson Cruz, hoy de 30, cuando se metió de cuerpo entero al oficio de la cal. Desde los 8 años venía entrenándose en el empaque y al fin estaba listo para el trabajo pesado. Así que empezó a laborar en los hornos.
Es el cuarto de siete hijos. Nunca aprendió a leer y escribir; tampoco sus hermanos. Solo la cumiche estudió, dice. Ella llegó a segundo grado de primaria.
Como peón, Nelson gana según lo que hace. Por cargar un horno, obtiene 250 córdobas y por sacar la cal, 900 córdobas que debe compartir con los otros jornaleros que hayan participado en la tarea. Tras una semana de trabajo sudoroso, como el que Dios le anunció al padre Adán hace ya tantísimos soles, logra un promedio de 700 córdobas.
Es dinero bien sufrido. Para ganarlo, el jornalero debe picar piedras, quemar, enfriar y palear cal y echarle una manito al “campanero”, que, como se adivina por su nombre, es el encargado de hacer la “campana”. Eso consiste en colocar las rocas dentro del horno, formando una suerte de gigantesca rosca, que luego se rellena con más piedras.
Los peones, como Nelson y su colega Antonio Sánchez, de 45 años, tienen la tarea de ir pasando piedras para que el “campanero” las acomode. Entran al horno, donde soportan el calor y el polvo. Ni modo. “Yo hubiera querido un trabajo de oficina, pero así es la vida”, suspira Nelson. Él no tiene hijos. Antonio, en cambio, tiene tres.
La única protección que usan es un casco. Es que la mascarilla lastima, explican. El trabajo en las minas y los hornos es de permanente riesgo. No solo porque la cal es una sustancia alcalina que al ser constantemente inhalada a la larga puede causar enfermedades crónicas y hasta cáncer de pulmón y garganta, según explica Neri Olivas, médico internista; sino también porque en cualquier momento ocurren los derrumbes. Y un casco no salva.
SALIÓ TEMPRANO
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Pedro Pablo Padilla murió en un día alegre, el de la Gritería. La mañana de ese 7 de diciembre salió a las 7:00 de su casa para estar temprano en la mina. Ni siquiera desayunó. A eso de las 9:00 ya estaba en plena faena y cavaba un agujero cuando un paredón se derrumbó sobre él.
Después de mucho excavar lo hallaron de pie, con los brazos extendidos hacia el cielo. Fue su último reflejo. “58 años tenía mi viejito”, recuerda doña María Andrea Gutiérrez, de 72 años. Tiene los ojos vueltos hacia el pasado, fijos en esa mañana de hace 11 años, la primera de su viudez; clavados también en la tarde de hace 25 años, en la que su único hijo quedó muerto en vida.
José Luis era callado, flaco, pero en las venas le corría a chorros la energía de sus 20 años. Había que llevar el pan al cuartucho y allá iba el muchacho al horno, cada vez que se le llamaba. El día de la tragedia estaba paleando piedras quemadas en una calera camino a San Pablo. Un paredón le cayó encima y le quebró el espinazo. Vivió, pero “esto es como que esté muerto”, lamenta su tía, doña Ulda Gutiérrez.
José Luis no se vale por sí mismo y ya ni siquiera se interesa en ver pasar la vida, ni en cuidar el jardín de la casita, como hacía hasta hace una década. No hace más que repetir “de 20 años, de 20 años me accidenté yo. Sí hom…”. Es mucho más elocuente el costurón que le divide la columna.
“¿Sabe? Se le cambia la mente, debe ser el cerebro, ¿verdad?”, pregunta la madre, afligida. Ella y su hermana viven de la palmeada de tortillas tostadas grandes como un disco de acetato y moteadas como una luna llena. Venden tortillas para poner pan en la mesa.
Y como el hambre no sabe de miedos, un hijo de doña Ulda también trabaja en las caleras.
LAS GANANCIAS
A los peones no les va bien. Pero los dueños de calera tampoco están haciendo una fortuna, asegura Francisco Padilla, propietario de dos hornos en Los Sánchez Norte. “Se gana para la comida, no para meter dinero debajo del ropero”, afirma.
En una quema se hace una inversión de 50 mil córdobas, para sacar una producción de 350 fanegas, cada una equivalente a diez latas. Si una lata se vende en 23 córdobas con 70 centavos, entonces se puede estimar que, en promedio, de una quema se sacan 82,950 córdobas; es decir, una ganancia de 32,950 córdobas.
Claro, a eso hay que restarle lo que se gasta en imprevistos, empaques, combustible y salarios, señala Mireya Navarro, de la Cooprocal.
Desde hace dos años los permisos de quema están regulados, a partir de una ordenanza de la Alcaldía de San Rafael del Sur, que desembocó en la Cooprocal. La regla: cada horno tiene derecho a seis quemas por año, una cada dos meses. La excepción: si se poseen dos hornos, al segundo se le adjudican tres permisos por año, para que no esté inactivo.
Esto ha ayudado a controlar el desorden que había antes, cuando en cada horno se hacían entre 12 y 15 quemas por año, apunta Navarro. De esta forma, afirma, se causa menos daño al medioambiente, pues se consume menor cantidad de leña. A la vez se mejora el precio de la cal, partiendo de la premisa de que menos oferta se traduce en más demanda.
Los camiones cargados salen a los departamentos y se distribuye la cal en pulperías, camaroneras, polleras y ferreterías. Allá van los sacos grandes y también las bolsitas pequeñas, de esas que rellenan cientos de niños, como Sandy y Jahir, en largas jornadas de polvillo y viento. Se va la cal que hombres de brazos fuertes y pulmones castigados extraen de la tierra. Ese polvo por el que se apuesta la vida cuando no hay otra forma de ganársela.
Ver en la versión impresa las páginas: 6 y 7 A