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Niños en llanto

Aún el sol está tímido. Sus rayos rompen poco a poco la oscura madrugada. Seis en punto de la mañana y al parecer el mundo ha despertado. Seis y media marca el reloj y el portón del Colegio Luis Alfonso Velásquez es abierto por un señor, un poco viejo. Usa gorra y la camisa por fuera, dan la impresión que durmió sentado en la misma silla que le sirve de oficina a la par del portón amplio de hierro y pintado en color blanco.

Por: Róger Almanza

Aún el sol está tímido. Sus rayos rompen poco a poco la oscura madrugada. Seis en punto de la mañana y al parecer el mundo ha despertado. Seis y media marca el reloj y el portón del Colegio Luis Alfonso Velásquez es abierto por un señor, un poco viejo. Usa gorra y la camisa por fuera, dan la impresión que durmió sentado en la misma silla que le sirve de oficina a la par del portón amplio de hierro y pintado en color blanco.

1, 2, 3, 4… empiezo a contarlos en la entrada. Su tamaño llega a mi cintura. 5, 6, 7… los sigo contando mientras cruzan el portón agarrados de las manos de sus madres. Después de la docena los sigo hasta la puerta del salón de primer nivel de preescolar. Está cerrado, la maestra aún no llega.

Ya suman 15 el grupo de pequeños que no pasan los tres años de edad y visten diminutos uniformes azul y blanco, cargan loncheras y mochilas que parecen de juguete. Parecen soldaditos. Todos quietos frente a sus madres. El único papá del grupo es don Javier Balladares quien no suelta a su hija llamada Javiera.

Siete de la mañana y la maestra aún no llega. “Algo habrá pasado, ella vive cerca”, dice una mamá. A los niños no les importa, la mayoría ya se quiere ir a su casa.

Aparece la profesora, baja, morena y con cola de caballo. Un rostro serio, disciplinario. Apenas me mira, sabe que soy el extraño. Mientras me hago el humilde le explico mi intención, no me deja terminar de explicarle y me interrumpe con un simple “ok”. Los niños la reconocen. Son las siete y cuarto de la mañana y el salón de clases es abierto. El terror está a punto de iniciar.

Algunas mesas y pequeñas sillas ubicadas una junto a la otra están acomodadas dentro del salón. Son de madera, se ven viejas, flojas, mal pintadas. Las paredes carentes de magia que enamore a los pequeños. Aquí es donde en pocos minutos ocurrirá la escena de terror y ternura más grande que haya visto.

Un buenos días niños, es la señal para que las madres suelten la mano de los pequeños, pero ellos ya lo saben y se han agarrado más fuerte. La maestra permite que sean las mamás quienes los acomoden y se despidan… comenzaron las “cucharitas”. Seguro que el hecho de que no se trata de mis hijos es la razón del porqué me causa tanta gracia. ¡Se ven tan tiernos llorando porque se quedarán en la escuela!

Empiezan a salir las madres y un grito estalla en el salón. ¡Maaaamaaaaa! y esa fue la señal para el resto. Los 19 niños empiezan a gritarles a las madres que no los dejen. El espacio se vuelve en locura. Llantos, gritos, niños se tiran al suelo, otros se cuelgan del cuello de sus madres y solo algunos se vuelven espectadores, tranquilos en sus sillas como resignados que no hay nada que hacer en esta guerra.

La profesora atiende a tres. Las madres se regresan para calmar a sus hijos. La directora tuvo que intervenir y a tratar de calmar a otros dos niños. Y lo insólito, una mamá recostada en la puerta del salón se ataca en llanto y renuncia a la idea de dejar sola a su pequeña hija. “Me parte el alma verla llorar”, dice con los ojos empapados en lágrimas.

La profesora pide a las mamás que salgan del salón, nadie quiere hacerlo. Sin embargo, si no salen pronto los niños no se calmarán. La escena dura aproximadamente treinta minutos hasta que las madres deciden salir, otras en contra de su voluntad.

Con la salida de la última mamá la verja de hierro blanca es cerrada bajo la protección de un candado, los espacios entre cada barrote no dejan que uno solo de los niños escape. Desde afuera se escuchan los gritos de los pequeños como quien sufre la peor de las torturas.

Las pequeñas mochilas y loncheras quedaron en el suelo, señal del término de una fuerte lucha. La clase debe comenzar y así será cada mañana, aunque la profesora confía en que cada día lloren menos.

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La Prensa Domingo madrugada niños pequeños archivo

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