Antenor Rosales cometió un gran error: hacer declaraciones sobre procedimientos gubernamentales como si estuviese en Europa, Estados Unidos, o Chile, es decir, en una democracia madura. Un presidente de Banco Central en cualquiera de dichos países puede advertir a los medios la necesidad de agotar ciertos requerimientos administrativos, antes de comprometer las reservas nacionales, sin sufrir mayores consecuencias. Pero en Nicaragua causa perder el puesto.
Rosales no renunció por voluntad propia sino que le obligaron a renunciar por el delito de haber actuado con el profesionalismo y la independencia que corresponde al titular de una institución que debe caracterizarse, precisamente, por su autonomía y rigor técnico.
Antenor Rosales era una de las luces más brillantes de la presente Administración; un funcionario competente dedicado de lleno a proteger la economía nacional y a efectuar complicadas negociaciones con instituciones internacionales, con una eficacia y madurez que le granjeó el respeto de sus interlocutores extranjeros y del sector privado nicaragüense. Con frecuencia se comentaba que era el mejor funcionario del Estado y, su nombramiento, uno de los mayores aciertos de Daniel Ortega.
Nicaragua pierde mucho con la salida de este servidor público. También pierde Ortega. El presidente inconstitucional ha mandado un mensaje contundente a todos sus funcionarios: “Quien no diga sí, a todo lo que yo quiero, quien ponga el más mínimo reparo a mis decisiones, se expone a perder su puesto”.
A corto plazo esta advertencia producirá conductas más sumisas y callará las matizaciones, reservas u observaciones críticas, que de vez en cuando puedan hacer algunos servidores públicos. Pero a largo plazo debilitará a Ortega y al Estado en general.
La razón es sencilla: las personas más competentes e íntegras suelen ser más independientes, pues tienen más alternativas laborales o profesionales y su ética y conciencia les obliga a una mayor sinceridad.
El ejército de los sumisos, de quienes dicen “sí señor” a todo, se recluta entre aquellos que por menos capaces tiemblan ante la amenaza de perder un puesto o entre los que no tienen escrúpulos para mentir o fingir. El problema es que gobernantes, gerentes o líderes, que como Ortega esperan seguidores sumisos, van gradualmente sacando de sus filas a los mejores y terminan rodeándose de una multitud de mediocres y oportunistas. Cuando el proceso avanza mucho, puede llegar a ser fatal.
Tanto los jefes de Estado, como los de empresas, necesitan rodearse de los mejores si quieren prosperar y sobrevivir tormentas. Los mejores innovan, toman la iniciativa, y comunican verdades, aunque a veces incomoden. El liderazgo que inhibe la expresión de puntos de vista divergentes o la sinceridad, entume las iniciativas, fomenta el conformismo, y termina oyendo los consejos y mentiras de aduladores que son capaces de aplaudir sus pasos hacia el abismo.
El factor común detrás de los liderazgos ruinosos es la soberbia. Endiosarse vuelve a la persona susceptible o intolerante a las críticas. La virtud que más exalta el soberbio es la lealtad, para él sinónimo de sumisión.
El humilde, por el contrario, presta atención a las críticas, pues no las considera ofensas, y está dispuesto a rectificar. Una de las virtudes que más aprecia en sus subordinados es la sinceridad.
La humildad no es virtud de los débiles sino de los fuertes.
Ojalá lleguemos a tener un día liderazgos humildes y democráticos capaces de reconocer que la excelencia del funcionario público se mide por la calidad de sus servicios al país y no por su obediencia al partido o caudillo.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
Ver en la versión impresa las páginas: 11 A