Joaquín Absalón Pastora
La amistad como la historia, disfruta de la fresca antigüedad. Uno de esos amigos es Manuel Eugarrios. Compartimos el éxtasis por la poesía de Carlos Martínez Rivas.
Nos juntamos como diputados (1985). Había diferencias en el cogollo de la política. Pero congeniamos en ser venerantes de su obra. Lo invitamos a un homenaje en la Asamblea Nacional para una pausa ilustre.
Ocurrió ante una bienvenida. Una de las sesiones fue interrumpida por la presencia de otro poeta, Ernesto Cardenal. Rafael Córdova Rivas afirmó: “Nos enaltece con su presencia el mejor poeta del mundo”. Disentí en cuanto a la calificación, porque el laboratorio de la belleza no puede ser una liga competitiva. Cada uno de nosotros puede elegir “a su mejor poeta”.
Emocionamos un homenaje para Carlos. Agradeció, pero rechazó el ofrecimiento con una carta-poema No tuve la visión de guardarla. Es probable en la hipótesis que vivo hubiera respondido con un no, a ser la figura protagónica en el reciente festival. Una conducta impredecible se resumía en él. Distante del bullicio, feliz en la soledad.
Clarence Cabrales y yo lo visitamos en el Sheraton de San José, Costa Rica. Se horrorizó cuando le pusimos el micrófono. Era mejor un ginebra tico y con unos, accedió. Cardenal andaba de apóstol itinerante de la guerrilla. Carlos tenía como su mundo el aislamiento, libros tendidos y copas destrozadas por el vacío.
Cardenal, decía, “no es un poeta opuesto a mí, yo soy un poeta opuesto a él, entre él y yo no hay rivalidad sino disparidad”. Viéndolo muerto cavilé: “Tus versos son las luces de la lengua. Tu severidad es el ojo del árbitro en la llovizna de Venus sobre el cáliz dilatado. Levántate. Ya tienes una obra maestra (no solo Bach) escoltada por la perennidad…
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