“¡Hijo, no bote la bolsa a la calle! Vaya y échela en el basurero”, regañó una señora a su hijo mientras transitaban por el parque de la Iglesia de Nagarote, ciudad que me encontraba visitando por razones familiares. Para mis adentros, tristemente comparé con la actitud de otro señor, en Managua, a quien escuché decir despectivamente a su hijo, vestido con el uniforme de un prestigioso colegio capitalino, “Botá la lata de gaseosa en la calle, para eso está la Alcaldía, que limpien ellos”.
Quizá estas actitudes, diametralmente opuestas, sean la clave para entender por qué Managua desborda basura por sus cuatro costados, en tanto el cercano pueblo de Nagarote enamora por su limpieza. Los nagaroteños parecen haber logrado cultivar en las últimas décadas una cultura de limpieza y orden que ha traído una innegable mejoría a la calidad de vida de sus habitantes, al proveerles de un ambiente urbano libre de basura y el desarrollo constructivo de entornos para la recreación saludable de las familias, acompañado todo ello de un renovado orgullo del ser nagaroteño. Cimiento de una autoestima comunitaria que hace posible el desarrollo vecinal sostenible.
Nagarote pasó de ser un pueblo con malolientes aguas servidas escurriendo por sus calles, casas con pinturas desleídas, parques áridos y polvosos, a convertirse en una ciudad en la que sus vecinos parecen tener una sana competencia sobre quién tiene mejor arreglada y pintada la casa, cuentan con calles siempre limpias y barridas, la principal convertida en un jardín peatonal en el cual las familias salen a pasear, jóvenes y adultos a ejercitarse en caminatas, los ancianos pueden disponer de un lugar seguro para estirar sus piernas, respirar aire fresco y socializar con los vecinos. Además, los parques han sido remozados, arborizados y ampliados, construyéndose varios en los barrios de la ciudad.
Lejos están los tiempos en que este “Camino de los Nagrandanos”, estratégicamente ubicado en la medianía del antiguo “Camino Real” que comunicaba al occidente con el oriente del país —aunque necesaria parada en el peregrinar de los viajeros que sesteaban a la sombra de los genízaros y a la vera de sus desaparecidos arroyos cristalinos— era visto como un sitio lejano y poco atractivo. Hacia 1840, bajo el sol de un mediodía de marzo, el redescubridor de la civilización maya, J. Stephens, entró a Nagarote describiéndola como “una triste aldea, con sus casas construidas en parte de lodo, con patios al frente, trillados por las mulas y desecados por el sol”; por su lado, el diplomático y viajero Ephraim Squier, en su viaje por Nicaragua de mediados de 1853 dice: “Nagarote se distingue en particular por un árbol inmenso, el “palo de genízaro”, que se encuentra a orillas del camino, cerca del centro del pueblo. En el verano, los muleros y carreteros acampan a su sombra, pues prefieren acogerse a su resguardo antes que pernoctar en las chozas del pueblo infestadas de pulgas”.
Personalmente, escuché en los años de 1960, en Jinotepe, la expresión “¡Allaaá por Nagarote!”, refiriéndose sobre algo remoto y desolado.
Lo que ha transformado a Nagarote en la bonita y atractiva ciudad que es al día de hoy, parece ser el desarrollo gradual de una cultura comunitaria de limpieza, originada en las competencias del “Municipio Azul”, de la cual ha sido ganador en ocho ocasiones, la primera en 2002, al punto de que esta tradición de limpieza y ornato está hoy incorporada al modo de ser nagaroteño.
Nagarote, “Municipio Azul” y “Cuna del Quesillo”, un lugar para vivir, da ejemplos del logro de cambios desde adentro, por esfuerzo propio. El autor es psicólogo social.
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