La nueva reforma legal, que ahora obliga a los partidos políticos a que la mitad de sus candidatos municipales sean mujeres, encaja en lo que algunos politólogos llaman “ingeniería social”: el afán de transformar desde el poder —es decir, usando los medios coercitivos del Estado— la sociedad y el comportamiento humano.
Aspirar a cambiar o mejorar la vida social es un ideal irreprochable. El problema está en la elección de los medios. Cristo, por ejemplo, usó el poder de la persuasión. Siempre rehusó la espada y respetó la libertad humana. La sangre que derramó fue la propia. En el extremo opuesto tenemos a los redentores armados; los que han querido cambiar la sociedad —para según ellos mejorarla— a sangre y fuego.
Los comunistas — Stalin, Mao, etc.— intentaron crear el “hombre nuevo” socialista, libre del egoísmo burgués. Pol Pot, en Cambodia, intentó crear una sociedad totalmente rural, libre de los vicios de la vida urbana. Hitler intentó crear un imperio milenario en torno a la pureza racial. Ellos creían poseer los secretos de la felicidad social y consideraban al pueblo como borrego que debía ser empujado a la tierra prometida. Sus legados fueron cementerios inmensos llenos de las víctimas de su fervor.
Afortunadamente, la ingeniería social salvaje quedó desacreditada. Desde finales del siglo XX la democracia liberal, con sus frenos al Estado y el respeto a la libertad individual, ha prevalecido como la forma preferida de organizar la sociedad. Pero no ha desaparecido la tentación de usar la coerción —ahora de tipo legal— para crear una sociedad a imagen y semejanza de nuestros ideales.
En cierto modo, el uso de alguna coerción es inevitable en sociedades constituidas por seres imperfectos. La educación y la persuasión no siempre son suficientes para frenar las conductas antisociales. A veces los Estados no tienen más remedio que recurrir a la ley y la espada. El problema es acertar el balance adecuado entre la necesaria actuación coercitiva del poder y la defensa de la libertad.
Sobre este particular, hoy existen dos tendencias contradictorias: la de quienes conciben al Estado como el instrumento por excelencia para imponer conductas que les parecen socialmente deseables, y buscan expandir su influencia, y la de quienes desconfían del poder y buscan limitarlo, ampliando en la medida de lo posible la libertad e iniciativa individual.
Los primeros, herederos nostálgicos de la ingeniería social, suelen identificarse como izquierda. En el fondo siguen convencidos de la superioridad de su visión y de la legitimidad de imponerla. Los segundos, identificados con el ideario liberal o libertario, tienen sus ideas sobre el bien social, pero se rehúsan a imponerlas sin la aquiescencia del pueblo, pues en él ven personas cuya dignidad exige respeto a su libertad. El hecho de que ningún diputado liberal haya votado contra la presente ley indica lo huérfana que está Nicaragua de ideas liberales.
El problema con la ley, cabe reiterar, no está en sus ideales. Quizás sea lo mejor que las mujeres tengan la mitad de los puestos —ellas suelen ser más maduras—. El problema es la coerción en asuntos debatibles. En una sociedad liberal cabe perfectamente que alguien organice un partido musulmán, con solo varones, o uno feminista, con solo mujeres. La ciudadanía, sin la tutela o camisa de fuerza del papa Estado, decidirá a quién le da o niega el voto. Si las mujeres destacasen más que los hombres, ¿por qué no elegir un 70 por ciento de candidatas? ¿No es acaso el poder de los ciudadanos —y no el de los legisladores— el que debe libremente poner los números?
El autor es sociólogo y fue ministro de Educación 1990-1998.
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