En teoría las leyes tienen un propósito superior para proteger a las personas del daño o la agresión externa. Estas suponen establecer reglas de coexistencia social.
Las leyes conllevan la intención de proteger la estructura esencial de la sociedad, de castigar al criminal, de que la justicia sea servida, de mantener el orden social. Pero si por ingenuidad, ignorancia o anacronismo es posible hacer el ridículo, el mayor pecado de los legisladores es el tratar de ejercer control sobre una sociedad a través de la imposición de leyes arbitrarias.
En el caso del Código de la Familia —aprobado por la Asamblea Nacional de Nicaragua el pasado 22 de marzo— se observa con claridad el propósito de controlar y manipular la estructura familiar nicaragüense. Este Código ordena que los padres deben mantener a sus hijos hasta los 24 años. Con esto el dictador Daniel Ortega pretende introducir un elemento de división en la familia, promoviendo un destructivo sentido de derecho en los jóvenes adultos y la inevitable fricción con las ya difíciles condiciones económicas de sus padres. Y desvergonzadamente, esta ley crea —a priori— los juzgados de la Familia y la Procuraduría de la Familia.
Ante la consecuente pregunta de lo que Ortega podría ganar con esto, la respuesta es: ¡Mucho! Ortega es un hombre astuto y todo lo que él hace queda bajo el peso de su bota de hierro, acallando a todos, imponiendo su propio y omnímodo juicio. Así, esta ley tiene objetivos sociales, políticos y económicos significativos y específicos.
En lo social, esta ley acentúa la miseria de los jóvenes adultos y eleva el grado de humillación de los individuos. Todo esto dentro de un juego de exigencias —amparadas por la ley— y de aplastantes frustraciones que solo conduciría a la destrucción de los lazos familiares. Ya destruida la unidad familiar, su unión y continuidad, todo lo que quedaría es una unidad legal débil sin principios de convivencia y con contribuciones negativas para el desarrollo de la sociedad.
Vale decir que de ninguna manera este argumento está en oposición a la convivencia familiar voluntaria. La malicia está en la imposición de una ley con carácter confrontacional.
En cuanto a lo político, Ortega pretende una sociedad débil y temerosa que sea el reflejo de una frágil, litigante e insegura institución familiar. Lo que este ambiciona es que la sociedad nicaragüense gire alrededor del “Estado benefactor”, fuerte y totalitario. Él sabe que las rebeliones no son necesariamente la respuesta a la opresión, sino a las muestras de debilitamiento de los regímenes tiránicos.
Con respecto a lo económico, con esta ley Ortega promueve la distribución de miseria, estirando más los exiguos ingresos de las familias nicaragüenses. De esta manera él desprende al Gobierno de la responsabilidad de fomentar la creación de trabajos para esa juventud desocupada y la convierte en una fuente barata de recursos humanos disponibles y susceptibles a la manipulación y explotación de parte del Estado para la satisfacción de sus mezquinos intereses y propósitos.
Solo queda pensar en la advertencia de John Quincy Adams: “Destruye en germen el retoño del poder arbitrario, es la única máxima que puede preservar las libertades de un pueblo”. El autor es economista y escritor
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