Kumi Miyagawa puso a volar al piano con las alas de sus manos. Nos llevó a los bosques de Japón. Se liberó durante su concierto en el Teatro Nacional Rubén Darío de los límites de la pentatónica. Asceta en los conservatorios desde los 6 años, pero viajera en el resto de sus días, muestra la entrega en la que luce el múltiple despliegue hacia el cuerpo sonoro donde en su mundo aparte están los solos distintivos de la riqueza, comparada con la instrumentación plural de la orquesta…
Ella guarda el equilibrio y propone los trechos, subrayados en la pieza del guatemalteco Jorge Sarmientos, en cuyas dos separadas versiones ofrece los extremos del pianissimo y del forte en prisa para probar los dos lejanos temples en las cualidades de la expositora.
El proceso fue transitar de la cultura japonesa a la occidental, despejar la confusión entre las separadas concepciones y en ese sentido el primer paso fue la interpretación con Saint Saens a través de la apertura de la ópera La Princesa Amarilla (1872) y en el objetivo principal de pintar el paisaje con la música impresionista de la cual en occidente es cabecilla, Aquiles Claudio Debussy, razón por la cual no podía dejar de poner a la vista y al oído El sonido de la campana a través del bosque (1907), y a sentir La Tristeza del Sol (1933), de Alexandre Tansman.
Las composiciones japonesas no ocultan la tendencia de ser bautizadas con nombres que corresponderían a la identificación de un poema, Luna del Castillo Ruinoso, La Libélula Roja.
Del mar de su gran clásico, Toitru Takemitsu, sacó la admirada perla del romance para no salirse del esquema trazado frente a la dentadura bicolor del blanco y también fornido instrumento.