Nadie está de acuerdo en que un obrero subsidie a un médico. Pero ocurre. Cada vez que un obrero, barrendero o machetero compra una mercancía y paga el IVA correspondiente está financiando la educación estatal gratuita de los futuros médicos, abogados o administradores, que se ubicarán en los niveles de ingresos altos y medios.
Decir que la universidad pública es gratis esconde la realidad de que son los contribuyentes —y no el Estado— quienes pagan la cuenta. El Estado no es más que un intermediario que recoge dinero del pueblo o grupos de él, para luego repartirlo entre otros sectores del pueblo. Normalmente lo hace quitándole a los que tienen más para repartirlo entre los que tienen menos —el caso de las políticas “progresivas”. Pero a veces se hace al revés— el caso de las políticas “regresivas”.
Aunque los defensores del seis por ciento argumentan que es necesario para permitir al acceso de los pobres a la universidad, esta no es opción para los centenares de miles de niños del campo y la ciudad que se quedan sin primaria. Tampoco para todos los que no terminan secundaria. Y ellos constituyen el sector mayoritario y más pobre del país.
Por otro lado, los pobres que logran ingresar a la universidad suelen ser relativamente pocos y no tan pobres como los excluidos. Estadísticas de la UNAN de León, compiladas por su exrector Ernesto Medina, muestran que más del 60 por ciento de sus estudiantes provienen de colegios privados —donde pagaban colegiatura. Por su parte la Encuesta Nacional de Hogares ha revelado que solo el 11.3 por ciento de los universitarios pertenecen a la mitad más pobre de la población, mientras más del 60 por ciento se ubica en los dos deciles superiores de consumo.
En el caso de los graduados también es claro que la mayoría obtendrán ingresos superiores a la media —si no fuese así la educación universitaria no sería rentable. Para muchos lo es: un profesional devengando 400 dólares mensuales terminaría acumulando, en cinco o seis años, los 20 o 30 mil dólares que según estimaciones del BCN (1967) el país gastó en graduarlo. ¿Pero gracias a quién?: sencillamente a los millares, en su mayoría pobres, que los financiaron con sus impuestos, o que no pudieron ingresar a la escuela porque el gasto en las universidades no dejó al Estado fondos suficientes para la primaria— adviértase que con lo invertido en graduar un estudiante se podría haber construido un aula o financiado siete profesores de primaria anuales.
Esta realidad la expresó en vida el educador jesuita Francisco J. Llasera: “Pocos piensan que ese título que me ha dado la posibilidad de mejorar económica y socialmente se logró, literalmente, con el sacrificio de esos que quedaron allá atrás cada graduado universitario debe razonar si no debiera dedicar ahora una parte de su ingreso a repagar o devolver lo que recibió, para que otros puedan seguirlo”.
Hermosa reflexión: si el objetivo de la gratuidad y del seis por ciento es beneficiar al pobre, ¿por qué no se limita el subsidio a quienes lo son de verdad? ¿Por qué extenderlo a quienes podían pagar en secundaria 100, 500, o muchos más pesos mensuales, y no pedirles que aporten lo mismo en la universidad? Y si es cierto que la educación superior es rentable, ¿por qué sus graduados no contribuyen a financiarla con préstamos o impuestos amortizables con un cinco por ciento de sus ingresos?
Hacerlo sería más equitativo y produciría considerables fondos adicionales para mejorar la educación superior. ¿El único obstáculo?: quizás la fuerza irracional de los encapuchados con morteros.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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