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El secreto de la laguna

Nacieron cuando los caminos del Valle de la Laguna de Apoyo aún eran nuevos y en Nicaragua gobernaba un tal Adolfo Díaz. Crecieron entre la yerbabuena, el epazote y la caña brava, poniéndose flores en el cabello y sueños en los delantales. Han visto más de 37 mil puestas de Sol, tres terremotos, dos guerras, un ferrocarril y 21 presidentes. Una tiene 90 años. La otra 102. Son hermanas de padre y madre; y de tanto vivir y ver morir ya le perdieron el respeto a la muerte.

Por Amalia del Cid

Nacieron cuando los caminos del Valle de la Laguna de Apoyo aún eran nuevos y en Nicaragua gobernaba un tal Adolfo Díaz. Crecieron entre la yerbabuena, el epazote y la caña brava, poniéndose flores en el cabello y sueños en los delantales. Han visto más de 37 mil puestas de Sol, tres terremotos, dos guerras, un ferrocarril y 21 presidentes. Una tiene 90 años. La otra 102. Son hermanas de padre y madre; y de tanto vivir y ver morir ya le perdieron el respeto a la muerte.

En cambio, todavía le coquetean a la vida. Y cada día es para ellas un nuevo buffet de sensaciones. Una bendición de Dios. Un milagro de San Jerónimo. El resultado de muchos caldos de gallina de patio y mil sopas de hueso de vaquilla. O, mejor dicho, quién sabe. Lo único que se permiten asegurar es que en sus tiempos mozos la vida era más dura, pero más generosa. Y valga la contradicción; porque así como es cierto que se dejaba la piel para ganar los dos reales que costaba la libra de carne, también es verdad que siempre había un árbol a la orden, listo para ofrendar la fruta de temporada. Así cuentan doña Francisca Areas y su hermana Josefa.

No son las únicas personas longevas de esta tierra de Dios. Están, por ejemplo, don Tomás Galán, que ya cerró los 96 años; Francisco Palacios, “Tata Chico”, que tiene 95; doña María de los Ángeles Ruiz, la centenaria partera, y doña Petrona Téllez, que vio nacer a un roble que hoy mide más de dos metros de ancho. No. No. Ninguno de ellos conoce a ciencia cierta el secreto de la longevidad.

¿Será que fue el agua cristalina de la laguna de Apoyo? Por más de ochenta años bebieron de ella, a falta del servicio de agua potable; ¿habrá sido eso lo que les regaló tanta vida? Las hermanas Areas sonríen. Es una pérdida de tiempo preguntarles por qué a sus años están fuertes y lúcidas. No lo saben. Tampoco pueden decir por qué sus nietos y bisnietos no parecen estar hechos de la misma madera.

Sin embargo, Ventura Areas, que tiene 73 años y es uno de los 15 hijos que parió doña Josefa, tiene una hipótesis. A su juicio, es la buena alimentación lo que les ha prolongado la vida. Estas ancianas desconocen el término “comida chatarra” y llaman “burguesas” a esas hamburguesas que jamás han probado.

El que los ancianos de este pueblo estén vivitos y coleando, aun cuando en nuestro país la expectativa de vida es de 75 años, quizás sea una prueba de que la comida en verdad es crucial en la calidad y duración de la existencia de las personas. “La alimentación es importante desde que el bebé se forma en el vientre materno. De eso puede depender, por ejemplo, que el niño no tenga malformaciones congénitas”, señala Ligia Pasquier Guerrero, nutricionista.

Luego —apunta la especialista— en cada ciclo de la vida, los hábitos de alimentación influyen en el desarrollo de enfermedades (como las cardiovasculares) y el aumento o descenso de la expectativa de vida.

Doña Francisca y doña Josefa no esperaban que su paso por este mundo fuera tan largo, a pesar de que su madre murió a los 115 años.

De jóvenes lavaron ajeno y caminaron descalzas entre Masaya y Granada vendiendo fruta, verdura y carbón. De ancianas, tampoco se quedan quietas. Doña Josefa todavía trabaja. Se gana la vida tejiendo trenzas de palma, que vende a 30 córdobas las 20 yardas.

Doña Francisca es la mayor, está un poco sorda y da la impresión de que en lugar de huesos tiene tubitos de vidrio. Todo en ella dice “frágil”. Como si con solo darle un apretón su esqueleto de golondrina se fuera a quebrar en mil pedazos. Y así, con esa fragilidad y un bastón de madera, recorre las hondonadas del Valle de la Laguna, comunidad indígena chorotega de Masaya. Un caserío desparramado a unas cuadras de la azul laguna de Apoyo. Si se apoltrona, se tulle, explica doña Francisca. Sonríe con su único diente y se corona la blanquísima moña con una flor de sacuanjoche o “yema de huevo”.

En su juventud esa moña fue una trenza negra que le rozaba la cintura y que adornaba con rosas frescas cuando se iba a las fiestas del pueblo. “La Pancha siempre fue bien rebelde. Ella ya andaba en los bailes cuando yo todavía jugaba tierra”, cuenta la hermana menor. Luego le da un coscorroncito cariñoso a doña Francisca. Y ríen las dos. Como lo hacen desde hace 90 años.

Longevos del Valle

También en el Valle de la Laguna vive y colea doña Petrona Téllez, que nació el 16 de julio de 1917 y ya contó 95 años. En esa cabecita nevada, ataviada con jazmines, hay una telaraña de ayer y de hoy. Sin embargo, dos recuerdos tiene bien claros: de abuela viajó a los Estados Unidos y de niña aprendió a nadar en la laguna de Apoyo. Fue la “Pancha”, doña Francisca, quien la dirigió en sus primeros chapoteos. “Me conozco esa laguna como la palma de mi mano”, afirma.

En este Valle habita también doña María de los Ángeles Ruiz, que es partera desde hace más de 70 años y dice tener 101. Y don Tomás Galán, que con 96 años “a tuto” todavía agarra el machete y se interna en el monte para dedicarse a su pasatiempo favorito: quitar malas hierbas. Ya le falla la vista y hace poco arrancó de cuajo una mata de frijol.

La hija que cuida a don Tomás se llama Ana Vilma, tiene 64 años y confiesa sentirse más vieja y enferma que su padre. “Es que la gente de antes comía bien, solo carne, huevo, queso y frijoles. Bebía leche al pie de la vaca”, refunfuña, ella que todo el día se la pasa gruñendo, peleando con los zancudos, con las hormigas, con el viento, con el tiempo. A diferencia de su papá, que sonríe aunque el oído lo traicione y no sepa de qué va la plática.

“Tal vez”, dice Ana Vilma. Tal vez eso tenga un poco que ver con la duración de la vida: las ganas de vivir. Porque a su padre, con todo y artritis, todavía le pican los pies por bailar; mientras que ella solo está sentada en una esquina, viendo pasar los días.

Respecto a esto, Pasquier Guerrero, la nutricionista, subraya que “una persona alegre mejora su calidad de vida” y que “la amargura quita años”.

A veces, cuando no anda en el monte soñando con los días en que fue agricultor, don Tomás también se sienta. Se acomoda bajo el cono de su choza de paja y se hunde en sus recuerdos, hasta que de pronto emerge y habla de los días de un presidente que se llamó José María Moncada.

¿Cuestión de genética?

En Nicaragua no se ha hecho un estudio de longevidad que abarque una población importante. No obstante, se sabe que existe un gen (bautizado como FOXO3A) que de alguna manera está vinculado a la extensión de la vida, según Jorge Huete, director del Centro de Biología Molecular de la Universidad Centroamericana (UCA).

Con todo, aclara el biólogo, hay otros agentes que influyen en la prolongación de los años de existencia. Y aquí volvemos a la nutrición, el ejercicio y el control del estrés, factores que, a diferencia de la genética, pueden ser controlados.

Incluso un medioambiente libre de contaminación tiene que ver con la expectativa de vida. Sin embargo, qué lástima, ni siquiera el aire es tan puro como antes.

Será por eso que ninguno de los nietos y bisnietos (los tataranietos están demasiado pequeños para opinar) de los ancianos del Valle de la Laguna espera ver tantos soles como esta generación de robles.

Cuando doña Francisca y su hermana Josefa escuchan eso, solo ríen. Ríen con los ojos y con cada arruga de sus rostros inocentes. Y quien las ve así, tan radiantes y llenas de energía, podría pensar que a lo mejor es cierto que existió un Matusalén que vivió 969 años. Un anciano que seguramente comía pollos de patio y se reía mucho de la vida.

La Prensa Domingo laguna Secreto archivo

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