El espíritu partidista ha sido plaga de nuestra historia. Los partidos han hecho honor a su nombre; han partido o fracturado a los nicaragüenses, dificultando el desarrollo del sentido del “nos”, que es la esencia de la nacionalidad. Pablo Antonio Cuadra, (PAC), retrató el drama en su poema El hijo de septiembre : “Me fueguié liberal hasta el sepelio, con discursos en León. Pero en Granada me enterraron de verde y con tambores”.
El faccionalismo hizo su aparición destructiva desde la independencia. Gámez observaba que “Todo leonés por el hecho de pertenecer a la localidad, se consideraba liberal desde su nacimiento todo granadino, desde la cuna, era considerado como conservador hasta la muerte. Los pueblos del Estado observaban la misma rigurosa clasificación y pertenecían ciegamente a Granada o a León, estando prontos a derramar su sangre en defensa de una u otra ciudad”.
Los odios locales llevaron a casi perder el país cuando Walker y sus filibusteros aprovecharon el conflicto para apoderarse del Gobierno. Fue hasta el 12 de Septiembre de 1856, en plena guerra nacional, que las facciones se unieron aunque sin abandonar completamente sus localismos. Un famoso himno de batalla, de Juan Irribaren, no gritaba ¡nicaragüenses! sino: “Al arma granadinos, intrépidos pelead, por vuestra cara patria, por vuestra libertad”.
Pero con todo se dio un primer gran paso hacia la creación de una conciencia nacional cuyo legado fueron los 35 años de paz de la república conservadora. Desafortunadamente el sentimiento tribal de los partidos subsistía agazapado y dio el zarpazo cuando llegó a la presidencia Roberto Sacasa, leonés. Rompiendo la tradición de gabinetes mixtos, Sacasa integró el suyo con liberales. Tras muchos forcejeos con los granadinos estos decidieron derrocarlo. Vino entonces la guerra civil y el ascenso de Zelaya, liberal.
El nuevo presidente no procuró la reconciliación nacional. Vejó a numerosas familias conservadoras, reservó sus regalías de tierras y privilegios a sus amigos liberales y se hizo reelegir por 17 años hasta que lo derribó una rebelión libero-conservadora apoyada por los Estados Unidos.
Tampoco surgió entonces un gobierno nacional. Conservadores y liberales se liaron a tiros en la guerra de Mena hasta que los marines impusieron la paz americana. La precaria paz cesó cuando tras la salida de los marines, el caudillo Emiliano Chamorro derrocó al presidente conservador Solórzano por haberse rodeado de liberales. Estalló de nuevo la guerra de la que emergieron los liberales y, eventualmente, Somoza. Fiel a la tradición partidista, este convirtió al ejército nacional heredado de los marines en partido armado tras purgar a todos los oficiales conservadores y sujetarlo a su control absoluto.
La revolución sandinista, aunque debió su triunfo a la cooperación de un amplio espectro opositor, apartó a sus aliados y oficializó el partidarismo. Estado, ejército y partido fueron uno y la bandera rojinegra desplazó la azul y blanco. Fue hasta el ascenso de doña Violeta, en 1990, que se creó un gobierno, Ejército y Policía nacionales, realidad que subsistió parcialmente con Alemán y encontró una hermosa expresión simbólica cuando el presidente Bolaños, en su toma de posesión, anunció que se quitaba la camisa roja de su partido para ponerse la azul y blanco.
Hoy se partidarizan de nuevo las instituciones y la bandera rojinegro amenaza ocupar el sitial principal. Subsiste, empero, como un rayo de esperanza, la independencia de las fuerzas armadas y el anhelo de muchos nicaragüenses de tener un gobierno nacional. Ojalá los vientos de septiembre renueven en todos, la determinación de restablecer una patria libre de faccionalismos, donde ondee una sola bandera; la de todos.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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