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La biblioteca es uno de los tesoros más preciados del centro cultural. Usar los libros no tienen ningún costo. LA PRENSA/ A. MORALES

Un barrio con cultura

Tal vez porque son menos y se nota más el desafine, Juan Guido se pone más inquieto con las voces de las contraltos que con las sopranos que son mayoría abrumadora en este coro infantil —uno de los dos que hay— del centro cultural de Batahola Norte.

 

Amalia Morales

Tal vez porque son menos y se nota más el desafine, Juan Guido se pone más inquieto con las voces de las contraltos que con las sopranos que son mayoría abrumadora en este coro infantil —uno de los dos que hay— del centro cultural de Batahola Norte.

Con la risa contenida, Amy Cuadra, una de las contraltos, repite el fragmento en el tono grave que le pide Guido, quien lee partituras y marca la nota melódica desde el teclado.

Cuadra llegó a este centro cultural, y al coro infantil, por la misma ruta que lo hicieron antes otros. La llevaron sus abuelos que trabajan allí, que viven en el barrio como ella, y que antes de traer a la nieta llevaron a los hijos, a los papás de Cuadra, para que aprendieran el arte que más les gustara.

Cuadra primero fue a clases de folclor, pero se ab urrió, aunque dice que le sigue gustando la danza. Luego entró a clases de flauta con Juan Guido, y de allí pasó al coro infantil de Batahola, y espera hacer méritos para entrar al coro juvenil Ángel Torrellas, un nombre que más allá del centro cultural y de las fronteras de Batahola Norte no dice mucho, pero que allí dentro lo dice todo.

[doap_box title=”Una biblioteca Con 7,000 libros” box_color=”#336699″ class=”aside-box”]

Los sábados el centro cultural de Batahola Norte se repleta de niños que leen por placer, juegan y dramatizan las lecturas. Pero también hay niños que llegan a estudiar. Existe un programa de reforzamiento escolar para mejorar el rendimiento de los menores. Como en el resto de los programas, muchos de los niños provienen del barrio y para ser parte del programa deben mantener un promedio por encima de los 80 puntos. Otra de las virtudes del centro cultural es la biblioteca, dotada con 7,000 libros y abundante literatura, clásica y contemporánea. Desde Chejov, Faulkner, Capote hasta Saramago. Jennifer Marshall, coordinadora del centro, dice que los libros se pueden consultar gratuitamente. Cada semana la biblioteca recibe alrededor de 300 visitas y cuenta con 3,500 usuarios únicos. El proyecto educativo del centro cultural no acaba ahí. Gran parte de los monitores que están al frente del reforzamiento escolar van a la universidad con beca del centro cultural.

Ricardo Balladares, quien estudia Ingeniería en Sistemas en la Universidad Centroamericana (UCA), es uno de los becados. Balladares recibe una ayuda económica del centro de 950 córdobas que le sirven para costear el transporte. Los sábados, y también algunos días de la semana, Balladares y otros becados apoyan a los niños con sus tareas. El programa de becas también incluye a estudiantes de carreras técnicas.

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VINIERON DE OTRA PARTE

No eran de aquí. Él era un cura español, dominicio, alto, pelo negro, que babeaba por los mangos, alegre en los pasillos, estricto en las clases de solfeo, se llamaba Ángel, y ella era una monja estadounidense, de las hermanas de San José, un oasis de paz su carácter, según describen algunos que la conocieron, con su carácter dulce hacía honor a su nombre: Margarita.

Se habían conocido en México y trabajado en un barrio marginal de la monstruosa capital mexicana en los años setenta.

Allá comenzaron la obra que siguieron aquí en Batahola Norte, y que básicamente se puede resumir en educar a la gente.

Cuando llegaron a Batahola, en 1983, un barrio extremo de la capital, vecino de Monseñor Lezcano que acaba frente al manicomio en el kilómetro 5, muchas cosas faltaban. No había escuela, parque, calles pavimentadas ni iglesia, mucho menos un centro cultural. Batahola era un puñado de casas habitadas por funcionarios modestos de instituciones estatales, no el barrio donde el censo del 2005 contó a 15,000 personas.

Fueron ellos, Ángel y Margarita, los que propiciaron la aparición de muchas cosas: del centro cultural, con su iglesia, de una escuela.

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En el predio baldío que les dieron para hacer la Iglesia católica, construyeron una sala enorme sin ventanas donde se celebra misa —y en días de semana es aula de clases de música— , pero también una escuela de arte donde hay clases de pintura, teatro, danza.

La gente recuerda que ellos iban casa por casa. Conocían a toda la gente del barrio. Fue en esas andanzas que Margarita tuvo el chispazo de crear una escuela técnica para enseñarle a las mujeres, muchas madres solas con maridos en la guerra, un oficio.

En el centro cultural también funciona una escuela técnica donde se aprende desde repostería y costura hasta computación y contabilidad.

Además, se enseña a leer y escribir, y primaria acelerada. En la mayoría de los cursos el pago es simbólico, explica Jennifer Marshall, coordinadora del centro.

El JARDÍN DE LA MEMORIA

Magdaleno Jarquín, de 72 años, es uno de los colaboradores más antiguos del centro cultural. Magdaleno, de bigote y sombrero, dice que Margarita lo llevó al centro para ayudarles hace 28 años, y él ha ayudado con el jardín.

Jarquín se encarga de regar, podar y abonar las flores y las plantas que brotan en medio de los pabellones del centro, y que parecen una prolongación de los murales pintados por los estudiantes a lo largo de 29 años.

En uno de los jardines que Jarquín cuida con primor está una banca con una jarra que contiene las cenizas de Margarita y Ángel, según cuenta la periodista Ivania Álvarez, exalumna de ambos, a quienes considera sus papás espirituales.

“Ellos me enseñaron todo”, dice Álvarez con los ojos aguados. De Ángel a tocar flauta, guitarra y a cantar y de Margarita aprendió a decir la verdad.

Juzela Basilio, de 9 años, no conoció a Margarita, quien falleció de cáncer en el 2001, ni a Ángel, quien murió de infarto un año después, en el 2002, pero ha oído de ellos en el centro cultural.

Basilio estudia cuarto grado en la escuela Casa Nazaret y vive en Batahola. Por las tardes recibe clases de violín con Mayra Velásquez, fundadora del coro de Batahola, directora de la orquesta y mamá de Marcel, una de las promesas del coro juvenil.

Hasta que su mamá llega a buscarla, Basilio restriega el arco sobre las cuerdas y suelta una melodía envolvente y solemne en este recinto sin ventanas adornado al frente por cuatro frondosos laureles y al fondo por un mural que hace tiempo pintaron otros niños.

En este mismo recinto, donde ahora está Basilio con su hermana menor revoloteando como una mariposa, se celebra misa los domingos. Allí se planta el coro, que ahora dirige un discípulo de Ángel, Juan Guido. Allí se plantaba Ángel, y muy cerca Margarita. Ellos querían eso, que fuera un lugar de Dios abierto, un lugar donde la gente pudiera entrar.

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