Se tiende a creer que los ateos carecen de fe, o que esta es privativa de quienes creen en Dios u otras deidades, en parte desconocerse el significado estricto de la palabra. De acuerdo al diccionario, Fe es “tener por cierto algo que no está demostrado o comprobado. También se define como “dar asenso, apoyo o confianza a alguien”.
Evidentemente esta definición calza muy bien a los cristianos. Benedicto XVI ha declarado recientemente el año de la fe, dirigiéndose a quienes creen en un Dios creador —cuya existencia no es demostrable como lo es, por ejemplo, la redondez de la tierra— y en la resurrección de Cristo, cuya evidencia descansa en el testimonio de un puño de judíos.
Pero también calza la definición a los ateos. Si no parece evidente es porque estos han propagado la idea de que ellos solo admiten, como cierto, lo que es demostrable a través del método científico. Tal percepción ha sido reforzada por el esfuerzo de muchos académicos en presentar la transición de la Edad Media, a la Moderna, como el paso de la “Edad de la Fe”, a la “Edad de la Razón”. Hoy, nos dicen, ya no vivimos en la época de las supersticiones y los mitos, sino en el mundo de las realidades sólidas.
Nada más ilusorio. Las certezas de los ateos sobre el origen de la vida y el universo descansan en la aceptación de teorías o hipótesis cuya validez no ha sido plenamente comprobada. Las teorías de la evolución, aunque logran explicar el mejoramiento de ciertas especies a través de la selección natural, no han podido desentrañar el salto de una especie a otra ni, mucho menos, la aparición de la vida. No existe, hoy día, ninguna explicación científica, contundente, que la explique.
Lynn Margulius, uno de los más prominentes biólogos mundiales, decía (1999) que la historia juzgará al Neo-Darwinismo como “una secta menor religiosa del siglo veinte”. Porque además de controversial, sus teorías arrastran un cortejo de adherentes que sin comprenderlas bien ni examinarlas a fondo, las aceptan en fe. “Creo en la evolución”, dicen algunos, con un énfasis parecido a quienes profesan creer en los apóstoles.
La verdad es que la edad de la fe esta vivita y coleando y que esta “edad de la razón” ha producido numerosos credos disfrazados de ciencia, unos, como el marxismo, mortíferos, y otros, como el Neo Darwinismo, “suaves”, pero que en todas sus variantes, demandan más fe que la del cristiano. Así como este cree en un ser espiritual inteligente, creador, el ateo cree en una materia ciega pero maravillosamente creadora; capaz, a través del choque accidental de átomos, moléculas y proteínas, de producir seres vivos de una complejidad inimaginable, hazaña, desde el punto de vista probabilístico tan difícil como que un mono, golpeando al azar un tecleado, por miles de años llegue a escribir La marcha triunfal , de Rubén Darío.
Un ateo sofisticado podría replicar que en un espacio infinito de tiempo, aún la probabilidad más infinitesimal puede ocurrir; pero esto tiene dos problemas: que la edad del planeta es limitada, y que el hecho de que algo pueda ocurrir no prueba, para nada, que haya ocurrido. Claro que esto no disuade a quienes motivados por deseos quizás inconscientes de rechazar a Dios, se aferran a posibilidades remotísimas y deciden creer en la diosa materia.
El mundo no está dividido entre creyentes y no creyentes, sino entre creyentes en Dios y creyentes en otras cosas.
El autor es sociólogo y fue ministro de educación 1990-1998.
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