El lunes de la presente semana fueron puestos a disposición de la autoridad judicial, los dos oficiales de Policía que son acusados por la muerte a consecuencia de un balazo de un joven motociclista indefenso y desarmado.
De acuerdo con las informaciones, el motociclista huyó de los policías cuando le ordenaron detenerse porque no llevaba en la cabeza el casco de protección reglamentario. Los uniformados lo siguieron hasta un taller de mecánica, donde trabajaba el perseguido, y allí uno de los policías lo mató de un balazo mientras el otro permanecía impasible en tanto que el joven baleado moría desangrado.
Este hecho lamentable no se puede considerar como un suceso criminal más, igual que los muchos que ocurren a diario en Managua y en todas partes del país, porque los homicidas o asesinos —según lo disponga la autoridad judicial— no eran personas comunes y corrientes, sino individuos revestidos de autoridad y armados por la sociedad precisamente para proteger a los ciudadanos, no para hacerles daño y mucho menos para matarlos.
Además, si bien es cierto que no sería correcto ni justo culpar a la Policía por un delito aislado cometido por uno o por algunos de sus miembros, la verdad es que resulta alarmante la frecuencia con la que están ocurriendo los abusos policiales de toda clase, que en algunos casos como el que motiva este comentario editorial llegan a extremos homicidas. Es alarmante porque indica que algo anda muy mal en esta Policía que aún se apellida Nacional.
La verdad es que la conducta de la Policía cambió de manera significativa desde enero de 2007, cuando terminó el ciclo de gobiernos de la democracia liberal y volvió al poder Daniel Ortega, quien al juramentar a los mandos policiales y militares les recordó, intimidante, sus orígenes partidarios y su compromiso político fundamental. A partir de allí, la participación de un jefe policial al frente de los matones del partido oficialista que perpetraron la matanza de campesinos opositores en El Carrizo; las reiteradas denuncias de maltratos y torturas como método de investigación o de castigo; la violación de una menor de edad por varios policías de los que cuidan la residencia y cuartel político de Daniel Ortega; el exceso de fuerza para disolver protestas populares como la de los choferes de taxis en Managua; los obstáculos y hostigamientos a las concentraciones cívicas de la sociedad civil y partidos opositores al régimen orteguista, son solo algunos de los muchos abusos policiales documentados por los organismos defensores de los derechos humanos.
A principios del presente año, en un artículo sobre la seguridad pública en Nicaragua publicado por la prestigiosa revista británica The Economist, la jefa de la Policía Nacional, primera comisionada Aminta Granera, a quien la revista describe como “una antigua monja y guerrillera que dirige la fuerza policial en el país”, declaró que antes “no sabíamos cómo ser policía. Solo sabíamos que no queríamos ser como la Guardia somocista”.
Sin embargo, y lamentablemente, lo que están mostrando los hechos desde enero de 2007 es que bajo el régimen autoritario orteguista esta Policía se va pareciendo cada vez más, a la Guardia somocista que ejercía en aquella época la función de fuerza policial.
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