Ciudadanos de vocación democrática que son miembros de la sociedad civil y exmilitantes de partidos políticos, pero desilusionados de estos, están comenzando a hablar de que la única manera de salir del régimen autocrático de Daniel Ortega que ha pervertido la democracia, erosionado el Estado de Derecho e institucionalizado la corrupción, es por medio de una revolución.
Pero hablar de otra revolución en Nicaragua pareciera un contrasentido, pues ya hubo dos revoluciones que prometieron transformar el país, resolver los problemas económicos y sociales de la gente y construir una nación libre y próspera, pero lo que hicieron fue imponer nuevos sistemas de opresión, corrupción, atraso y servidumbre.
Nos referimos a la revolución liberal de 1893-1909, que si bien es cierto realizó algunos cambios estructurales y políticos que modernizaron el Estado, sin embargo impuso una dictadura, creó un nuevo sistema de opresión social y erradicó lo mejor del antiguo régimen, como eran la transparencia y la modestia gubernamental, las elecciones limpias periódicas y la alternancia en el poder.
Y nos referimos también a la revolución sandinista de 1979-1990, que liquidó a la dictadura somocista pero impuso otro sistema dictatorial de orientación totalitaria, provocó una terrible guerra civil, destrozó el sistema económico que funcionaba exitosamente sin poder sustituirlo con otro más eficaz que el anterior, e hizo retroceder el país por lo menos en medio siglo.
Entonces, si esas dos revoluciones que ya ocurrieron en Nicaragua, en vez de resolver los problemas nacionales y satisfacer las aspiraciones de la gente más bien destruyeron lo bueno que había anteriormente, y a fin de cuentas causaron más daños que soluciones, ¿tiene sentido hablar de que es necesario hacer otra revolución?
Sin embargo, de alguna manera no dejan de tener razón quienes dicen que es necesario hacer otra revolución en Nicaragua. No hay que esforzarse demasiado para saber que si fuese posible que algún partido político democrático pudiese tomar el poder por medio de elecciones justas y limpias —lo cual es solo una hipótesis, porque eso es imposible en las condiciones que ha impuesto el régimen actual—, el nuevo gobierno no podría cambiar nada porque las estructuras mafiosas y corruptas del orteguismo seguirían controlando prácticamente todos los mecanismos del poder real. De manera que la reconstrucción de las instituciones democráticas, el restablecimiento del Estado de Derecho, la implementación de una organización estatal fundada en el principio de la separación y el balance de los poderes, el ejercicio de un gobierno transparente con sentido de equidad y justicia, sin odiosas discriminaciones clasistas ni políticas, y todo lo demás que es necesario hacer para que Nicaragua vuelva a ser una auténtica república, solo sería posible como consecuencia de una revolución.
La revolución democrática no tiene que ser violenta. Puede ser pacífica. Lo que sí sería indispensable es el apoyo activo de la mayoría de la población, tan contundente que la fuerza reaccionaria del populismo orteguista no la pueda resistir. En todo caso, la idea de una revolución democrática es tentadora y vale la pena comenzar a reflexionar y discutir acerca de ella.
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