Andrés Oppenheimer, en su reciente artículo “La hora de los latinos”, celebró que los hispanos en Norteamérica, cuyo 71 por ciento votó por Obama, sean una fuerza electoral creciente: “El gigante latino demostró que no estaba dormido. Eso es bueno para los latinos, para Latinoamérica, y para los Estados Unidos”. ¿Lo será? Depende.
Lo positivo o negativo del creciente voto hispano estará en función de cuánto pueda contribuir al progreso integral del país. La democracia es un sistema muy bueno en cuanto confiere al pueblo el poder de escoger sus gobernantes y legisladores y, en consecuencia, el rumbo de su nación. Por esa misma razón sus buenos resultados dependen de la sabiduría con que el pueblo usa el voto.
Cuando en una sociedad predominan los electores que juzgan mejor temas complejos pero esenciales, como políticas fiscales o temas de política exterior, y que además piensan a largo plazo, los votos suelen acertar en la dirección correcta. Por el contrario, cuando adquieren mayor peso aquellos sectores con menor capacidad crítica, o que no ven más allá de sus beneficios inmediatos, como las clientelas que se entusiasman con los Chávez que reparten regalos a diestra y siniestra, aunque estén hipotecando el futuro, entonces los votos pueden contribuir a descarrilar el país.
La comunidad latina en Norteamérica tiene posiblemente más gente del segundo sector que del primero: una alta proporción son inmigrantes con poca instrucción, quizás “mojados”, o descendientes de los mismos, y, sobre todo, suelen estar influidos por una tradición cultural que tiende a ver al Estado como un gran dispensador de beneficios. Es posible que no pocos de ellos calcen en la descripción, un poco estereotipada, que hizo Rommey en su famoso desliz refiriéndose al 47 por ciento que no paga impuestos: “gente que se sienten víctimas y con derecho a recibir transferencias o partidas estatales”. Rentistas, en otras palabras.
Entre el 71 por ciento de hispanos que votó por Obama hubo muchos que lo hicieron por preferir sus políticas migratorias. Pero también bastantes cuya motivación fue acceder a los beneficios sociales, o a largueza estatal, que suele favorecer el Partido Demócrata. El 21 por ciento que votó por Rommey, en cambio, estuvo constituido mayoritariamente por hispanos que devengan mayores ingresos y pagan más impuestos y, minoritariamente, por cristianos conservadores opuestos al aborto y a los matrimonios gay defendidos por Obama.
El hecho relevante para el futuro es que a medida que aumente el peso demográfico de los hispanos, quienes en pocos años serán el 25 por ciento del electorado, aumentarán probablemente los votos favorables a los candidatos distribucionistas o estatistas. Esto solo podría variar si un porcentaje importante de latinos logra prosperar y salir de las filas de los que absorben o reclaman recursos del Estado, para ingresar en las filas de quienes los producen. Estar a uno u otro lado de esta ecuación afecta mucho las preferencias políticas.
Gran parte de la grandeza de Norteamérica se ha debido a que, a diferencia de muchos gobiernos latinoamericanos, como los de Argentina o Venezuela, o europeos del sur, como el de Grecia, sus líderes han sabido atender muchas necesidades sociales sin asfixiar la productividad e iniciativa del sector empresarial y sin incurrir en déficits fiscales impagables. Esto en parte se ha debido al peso de un electorado con una alta proporción de individuos productivos con visión de nación. Pero este balance puede cambiar —algunos temen que ya está ocurriendo— si aumenta el electorado con propensiones rentistas. Esto no sería buena noticia ni para Estados Unidos ni para nadie. La salud económica del mundo entero requiere que el gigante no enferme.
El autor es sociólogo, fue ministro de educación (1990-1998).
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