Probablemente Ortega, al escuchar las horrendas declaraciones del presidente Santos, desacatando el fallo del Tribunal Internacional de La Haya, sintió algo parecido a lo que experimentamos todos los nicaragüenses: asombro e indignación. Asombro, porque es insólito que un jefe de Estado, que entró en un proceso legal con la aceptación explícita e implícita de someterse al fallo de la autoridad máxima, pretenda reconocer la parte que le conviene y desconocer la otra. Indignación, pues siempre encoleriza que alguien desconozca campantemente el derecho ajeno y se coloque por encima de la ley, despreciando no solo a los demás sino a los principios que hacen posible la convivencia pacífica —la ley y los tribunales se hicieron, precisamente—, para evitar la ley de la selva.
Si Ortega sintió cólera, y reflexiona sobre sus causas, es posible que pueda pasar por un proceso similar al del rey David, quien tras escuchar por boca del profeta Natán que un rico había hecho sacrificar la oveja de un vecino pobre, para no tocar las suyas, exclamó: “¡Quien así hizo es digno de muerte!” Cuando Natán le replicó: “Ese hombre eres tú”. David, que había adulterado con Betsabé, esposa de Urías, y luego eliminado a este, cayó en la cuenta de su pecado y se arrepintió.
En forma similar al relato bíblico, las enojosas acciones del presidente colombiano son parecidas a las que Ortega ha mostrado a sus conciudadanos. Trampear en las elecciones, ¿no es acaso una forma flagrante y chocante de irrespetar el derecho de los demás y desacatar una voluntad popular tan sagrada como el fallo del más alto tribunal? Reelegirse, contraviniendo la Constitución, que es la máxima ley de la República, y elegir ministros y embajadores sin la requerida aprobación de la Asamblea, ¿no es también despreciar la ley?
Santos en Colombia, actuando en política exterior contra los ciudadanos de otro país, y Ortega en Nicaragua, actuando en política interior contra sus propios ciudadanos, se han exhibido como gobernantes que rechazan el imperio de la ley.
Ojalá que ambos puedan ver cómo sus acciones minan su papel de estadistas. ¿Con qué autoridad moral podrá ahora Santos negociar con las FARC, o proclamarse como un hombre respetuoso de los acuerdos y el derecho, si se siente con libertad de pisotear el derecho internacional y erigirse en juez supremo? ¿Con qué autoridad puede Ortega reclamar el respeto a las normas jurídicas, si lleva un récord tremendo de violaciones a las mismas?
Ojalá también que ambos puedan ver, también, cómo sus acciones minan la paz. Cuando las discrepancias no pueden arreglarse por las vías del derecho solo quedan abiertas las vías de los hechos. Nicaragua no tiene el poderío militar de Colombia. Si lo tuviera ya estaríamos pensando en aceitar cañones. Santos ha desconocido el derecho de los nicaragüenses a sus aguas territoriales y Ortega el derecho de los nicaragüenses a elegir limpiamente sus autoridades y vivir en Estado de derecho. Ambos irrespetos al imperio de la ley constituyen, de hecho, invitaciones al imperio de la violencia. Por eso decía Benito Juárez que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Ojalá que Ortega, al experimentar en carne propia lo que se siente al ser atropellado por la arrogancia de quienes desprecian la ley, reflexione sobre lo que siente gran parte del pueblo nicaragüense. Quizás logre entonces, como el rey David, enderezar sus pasos hacia el derecho y la paz.
El autor es sociólogo, fue ministro de educación (1990-1998).
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