Por un momento parecía un sueño; los expresidentes y excancilleres de las últimas tres décadas, compartiendo tarima el 19 de noviembre para celebrar un triunfo de nación; una victoria que coronaba el esfuerzo sostenido por las últimas administraciones en defensa de los nuestros derechos territoriales. Por un rato verdaderamente excepcional, los nicaragüenses parecimos despojarnos del espíritu partidario y los antagonismos políticos. Los apretones de manos afirmaban que, por encima de nuestras diferencias, compartimos una identidad nacional que nos une y hermana.
Fue buena la iniciativa del gobierno de invitar a los exmandatarios. Buena también la asistencia de estos, quienes a pesar de sus reservas sobre la legitimidad del anfitrión, dieron mayor prioridad a la unidad nacional. Bueno el discurso de Ortega, quien reconoció que los méritos de la victoria eran compartidos con sus predecesores; fue un lapso en que se creció y actuó como estadista. Además, no batió tambores de guerra, sino que hizo un llamado a que los presidentes y las naciones se sometan al imperio de la ley, o los fueros jurídicos legítimos.
Momentos como estos, de unidad nacional, han sido raros en nuestra historia. El más célebre es el que se vivió a raíz del llamado “pacto providencial” del 12 de septiembre de 1856, cuando los legitimistas y democráticos, que se habían estado matando a tiros en un rosario de guerras civiles, resolvieron unirse para expulsar a los filibusteros de William Walker. Fue, dice Pablo Antonio Cuadra, el primer momento, desde la independencia, en que los habitantes del país experimentaron su nicaraguanidad, como sentido de pertenencia a un todo superior a sus faccionalismos locales o políticos.
La única nota discordante del acto fueron las banderas partidarias ocupando el mismo lugar de preeminencia que la bandera nacional, cuando solo a esta corresponde el sitial de honor en los actos de Estado; por ser superior en cuanto representa a toda la nación a través de los tiempos. Las banderas partidarias, por el contrario, solo representan, como lo denota la palabra partido, a una parte. Por eso, en los actos solemnes de los gobiernos democráticos, como el americano, español, costarricense o mejicano, vemos desplegadas las banderas nacionales, pero no las del partido mandante, como las del Partido Demócrata, Partido Popular, Liberación Nacional o PRI.
Qué bien haría superar las notas discordantes y hacer que momentos como el referido dejasen de ser episódicos. Pero para eso se necesita un golpe de timón de nuestros políticos y, en forma especial, de los actuales dirigentes. Cómo ganaría Nicaragua si Daniel Ortega dejase de despachar desde la casa del partido y lo hiciese desde la casa presidencial de su escogencia. Cómo ganaría Nicaragua si el emblema nacional fuese el único desplegado en las instalaciones públicas. Pero, sobre todo, cómo ganaría si Ortega, tomando a pecho la necesidad de respetar el imperio de la ley, actuara dentro de Nicaragua como quiere que Santos actúe internacionalmente: con pleno apego al derecho.
Un presidente sometido a la ley, fiel a la Constitución, respetuoso de la voluntad popular que arrojen comicios libres y transparentes, y al servicio de una sola bandera, la de su patria, es todo lo que quiere Nicaragua. Negárselo le ha producido grandes desgracias. Afirmarlo le abriría el camino hacia un futuro feliz. El 19 de noviembre vimos una luz entrar por la rendija. ¡Cuánta entraría si se abriese la puerta completamente en pampas!
El autor es sociólogo, fue ministro de educación (1990-1998).
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