Para el terremoto del 72 vivíamos en el barrio San Antonio de la vieja Managua, en la clínica San Pablo, del antiguo Julio Martínez dos cuadras y media arriba.
Era una clínica-domicilio dos pisos con veinte habitaciones para los pacientes que atendía mi padre, el doctor Alejandro Pérez Arévalo, pionero de la ginecología en Nicaragua (1919-2010) y fundador de Sociedad de Ginecología en 1952.
Tenía 9 años cumplidos, los domingos jugábamos beisbol en la calle con bola de hule en plena euforia beisbolera posterior al Mundial nica.
Recuerdo que el Estadio Nacional se llenó a reventar en el juego Nicaragua-Japón. Miré lanzar al feroz derecho Kojiro Ikegaya mientras en el bullpen nipón calentaban brazo Hideo Furuya, de potente bola submarina y el rematador Zengo Ikeda.
En esos días visitamos al doctor Virgilio Alvarado, gran amigo de mi papá, aficionado a las altas finanzas y la buena música, escuchaban Alma llanera y al trío Los Panchos con un Old Parr en las rocas.
La noche previa al terremoto mi papá nos llevó a ver la espectacular panorámica nocturna de Managua desde el séptimo piso del hotel Balmoral.
Lejos estábamos de imaginar el cataclismo que sobrevendría después.
Jamás olvidaré esa Luna Llena del sábado 22 de diciembre del 72 manchada de rojo sangre por la liberación subterránea del gas argón que precedió al terremoto. Los ladridos incesantes de perros por toda la ciudad y el calor seco, asfixiante que impregnaba de sudor a todos los managuas esa fatídica noche.
Por un presentimiento divino mi madre Fanny Fabbri de Pérez Arévalo alistó las cosas para una eventual emergencia, incluso antes de los temblores iniciales permaneció en vela.
Cerca de las 10:00 de la noche ella percibió un primer sacudión mientras escuchaba en onda corta la emisión nocturna de Radio Habana Cuba y alertó a mi padre.
A mi hermana Dirce Francesca Tesla le encargó la linterna Ray-o-vac, y a mí estar pendiente de mis hermanos menores Aldo Franco y Virgilio Darío.
Mi papá chineaba a Fanny Indira del Carmen, la menor de un año, quien usaba pañales.
Cuando se desató de súbito esa fuerza telúrica como pasos de gigante y el piso se movía como pistón de tractor, viví los treinta segundos más largos de mi vida.
En un santiamén se derrumbó Managua.
La polvareda de tejas quebradas y paredes derrumbadas obstruían nuestras narices, bajamos con las completas las escaleras del segundo piso para buscar la salida a la Calle 15 por el consultorio de mi papá, pero la puerta se atascó.
Mis padres sacando fuerzas de flaqueza destrozaron la misma, logramos salir a la acera donde una pila de casas vecinas derribadas como naipes daban un dantesco espectáculo.
Nos ubicaron dentro del Chevrolet Impala 62 aparcado milagrosamente casi frente a la clínica donde pasamos las réplicas del terremoto.
El humo del incendio y la polvareda nos asfixiaba, así que aspiramos por turno los pañales húmedos de mi hermana menor.
Mi padre al dejarnos seguros —con mi mamá— en ese improvisado refugio, se fue al barrio San Sebastián para socorrer a mi abuelita Luisita y mis tíos Jaime, Italo y Esther.
Managua, la novia del Xolotlán de donde salió esa descomunal fuerza sísmica, lloraba sus muertos en la noche más larga de mi vida.
El autor es médico.
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