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Efímera vida del misionero

En la iglesia de La Merced de la antigua ciudad de Granada, monseñor Francisco García y Castillo celebraba el ritual de la misa, con un pañuelo en la manga de la sotana debajo del Alba, lo sacaba para secarse el sudor de la frente.

Mariano Marín. Historias de la infamia de Granada

En la iglesia de La Merced de la antigua ciudad de Granada, monseñor Francisco García y Castillo celebraba el ritual de la misa, con un pañuelo en la manga de la sotana debajo del Alba, lo sacaba para secarse el sudor de la frente.

Todo católico devoto de la ciudad, estaba en esa misa. Las monjitas del hospicio se esmeraban en timbrar sus mejores voces para elevarlas en homenaje a la queridísima madre de Cristo Jesús. En la primera fila de las bancas de la nave principal, la familia del Duque de Cretêil, siempre muy entregada en los días conmemorativos a la Semana Mayor. La nieta del Duque, Lucrecia, bella, más de lo que sus padres imaginaron.

En sus quince años recién cumplidos, se había convertido en la más linda flor de la ciudad. Todos los jóvenes solteros de su generación y aun mayores, incluso los viejos rabo verde de la alta sociedad granadina, se disputaban al menos de una leve sonrisa de Lucrecia.

En sus pocos años se había convertido en una esbelta y simétrica belleza de mujer. Su bello rostro no era angelical, sino más bien virginal. Era un resplandeciente día venusino.

En la parte trasera de la nave mayor, arrodillado en un reclinatorio, vestido con el hábito del mínimo y dulce Francisco de Asís, el joven misionero Armando Dávila rezaba en silencio. Tenía en sus manos un breviario de los típicos de la orden empastados en cuero.

Para él en ese momento era imposible ver a la joven y bella nieta del Duque (continuará).

Cultura Granada vida del misionero archivo

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