Es difícil evaluar la gestión de un gobernante, no solo por las pasiones involucradas —que distorsionan— como por la brevedad de los artículos de opinión— que obligan a dejar mucho fuera del tintero. Tras esta advertencia, y haciendo un esfuerzo por resumir apretadamente lo bueno y lo malo, en lo primero habría que destacar la estabilidad macroeconómica o el manejo prudente de las finanzas públicas: Ortega ha mantenido bajo control el déficit fiscal, guardado en buen nivel las reservas internacionales, aumentado la recaudación y seguido los lineamientos difíciles, pero sabios, del Fondo Monetario Internacional.
También ha cultivado la armonía con el sector privado, con quien ha consensuado casi todas las leyes y mantenido una comunicación fluida; esto ha creado tranquilidad y favorecido el clima de inversión. A sus logros pueden añadirse la ayuda venezolana —que ha mitigado la crisis energética, inyectado mucho circulante y ampliado las exportaciones— así como el esfuerzo en atraer inversiones extranjeras.
Gracias a su influencia en el sector sindical, bajo Ortega se ha mantenido un buen nivel de paz social. La retórica gubernamental no ha promovido la polarización ni el odio de clases, y en el área de los derechos humanos ha mantenido la protección legislativa a los niños(as) por nacer.
Deben reconocerse asimismo los éxitos que ha tenido la Policía en combatir el narcotráfico, la comparativa baja tasa de criminalidad, la eficiencia de algunos ministerios; como el MTI, en mejorar las carreteras, el Mined , en montar buenos proyectos educativos con la cooperación internacional, el Minsa en mejorar la atención hospitalaria, etc.
¿Qué habría que destacar en un resumen apretado de lo negativo? Posiblemente encabece la lista el desprecio por la Constitución —piedra angular del estado de derecho— y las leyes. Juristas prestigiados han contabilizado docenas de violaciones, advirtiendo que lo más grave es que lo ha hecho corrompiendo o manipulando al poder judicial. El estado lamentable de nuestra justicia —caracterizada por la venalidad y la corrupción— es, precisamente, una de las peores manchas de su administración.
Aunque como titular del ejecutivo Ortega no es legalmente responsable del sistema judicial, el hecho de que lo domina, al igual que lo hace con el Consejo Supremo Electoral, le hace corresponsable de la corrupción de estos. El caso más flagrante son los fraudes electorales: burdos y reiterados, estos han debilitado su legitimidad moral proyectándolo como un gobernante inescrupuloso. Figuras emblemáticas, como Roberto Rivas, actor clave del robo electoral, y que exhiben sin pudor sus riquezas y privilegios, gozan de su total protección. Igual destaca en lo negativo, y contribuye al deterioro de su imagen, la fortuna que la familia Ortega-Murillo parece estar amasando, amparada en la falta de transparencia con que se maneja la importante ayuda venezolana.
Un resultado neto de estos factores es que Ortega, en lugar de proyectarse como un estadista que eleva el nivel ético de su nación, sanea sus instituciones, y fortalece la democracia, parece cada vez más una réplica de los Somoza que él ayudó a destronar: gobernantes que por un tiempo mantuvieron contentas a las masas y al capital mientras cimentaban su fortuna y poder, pero que por su ambición y falta de visión a largo plazo no vieron cómo erosionaban los fundamentos de la paz.
Es cierto que Nicaragua está ahora tranquila; que muchos de los aspectos negativos del Gobierno le son indiferentes a grandes sectores de la población. Pero así era cuando Daniel estaba en secundaria: los pósteres de Somoza abundaban en los hogares, pero en el corazón de un grupo minúsculo de jóvenes como él, rumiaban otros pensamientos.
El autor es sociólogo, fue ministro de Educación.
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