El doctor Gary Versved es taba en el Estadio Olímpico de Atenas, el día en que Oscar Pistorius capturó la medalla de oro en 400 metros planos durante los Juegos Paralímpicos del 2004.
“Nunca veré algo más sorprendente que esto”, afirmó Versved, el cirujano que había realizado la amputación de las piernas de Pistorius, como única opción ante una malformación degenerativa.
Pero Pistorius, aún tenía más para sorprender a Versved y al mundo. El joven que nació sin peronés ni tobillos, y que corre con prótesis transtibiales de fibra carbono, pasaría a la posteridad.
Tras ser declarado no elegible por la Federación Internacional de Atletismo para competir, el Tribunal de Arbitraje Deportivo lo habilitó y el 4 de agosto de 2012, estaba en las olimpiadas.
Para entonces, el mundo se asomó a ver al muchacho, tras el cual había un extenso historial de éxitos en su lucha contra las adversidades. Y le aplaudió de pie, mientras avanzaba a semifinales.
Su lugar en las pruebas se volvió secundario ante su inspiradora historia, mientras solía decir que “no soy inválido. Lo que no tengo son piernas. La peor discapacidad es la del espíritu”.
El mundo le creyó, mientras se le erigía como un monumento a la voluntad, la determinación y el espíritu competitivo. Pero el joven que doblegó a la adversidad, no pudo vencerse a él mismo.
Y en una noche que aún es un misterio, Pistorius pasó de ser un héroe capaz de inspirar generaciones, a ser una expresión de la mezquindad y el egoísmo, mientras mataba su novia.
Como él lo dijo, la mayor discapacidad está en el espíritu. Sabía de qué hablaba.
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