El fin de semana pasado los precios de los combustibles bajaron un poquito. Pero bajaron mucho menos que lo que subieron el fin de semana anterior y lo que han venido subiendo desde que Daniel Ortega y su familia tomaron el poder y se apropiaron de ese gran negocio .
Ante el aumento incesante de precios de los carburantes que impacta en todas las actividades económicas y altera los precios de los demás productos, principalmente los de subsistencia popular, se oyen voces que sugieren al Gobierno imponer el control de precios. Incluso hay quienes dicen que los precios de todos los productos de consumo popular deben ser controlados por el Estado, a fin de que la canasta básica no se siga encareciendo y volviéndose inalcanzable para la mayoría de las familias nicaragüenses.
De primas a primeras se oye bien y bonito que, por decreto gubernamental, un producto que vale cien córdobas, por ejemplo, pase a valer ochenta o cincuenta. Pero las cosas no valen lo que el Gobierno quiera disponer que valgan, sino lo que cuesta realmente producirlas y comercializarlas. Ciertamente, además de ser una absoluta torpeza el control de precios es una irresponsabilidad que distorsiona los procesos económicos y perjudica a quienes supuestamente se pretende beneficiar, porque causa ineficiencia, desalienta la inversión, crea escasez, hace florecer el mercado negro, fomenta la corrupción y en fin de cuentas dispara mucho más la carestía de la vida.
Así ha ocurrido en todas partes del mundo donde se ha impuesto el control de precios, desde que lo hizo por primera vez, en el año 301 de nuestra época, el emperador romano Diocleciano, cuando dictó el Edicto sobre Precios Máximos que determinó también el costo de la mano de obra. El resultado fue que el problema económico que Diocleciano pretendía resolver, empeoró de manera catastrófica. Eso mismo es lo que en nuestra época sucedió en la ex Unión Soviética, China y Cuba, está sucediendo en Venezuela y ocurrió ya en Nicaragua, durante la primera dictadura sandinista. Y sería imperdonable olvidar ese martirio sufrido apenas hace unos treinta años.
Pero, además, el encarecimiento incesante de la gasolina y el diesel no se debe a una simple distorsión de precios, ni a que los concesionarios de las gasolineras los suban cada vez que se les antoja. El problema se debe a que la familia gobernante se apoderó de los principales eslabones del negocio del petróleo y los combustibles, usufructúa los jugosos beneficios de la cooperación petrolera venezolana, y por su codicia que al parecer es incontrolable, aumenta los precios de la gasolina y el diesel aunque el precio internacional del petróleo haya bajado en los últimos años.
De manera que en vez de pedir control de precios lo que debería hacer la población es demandar en la calle, y la oposición en la Asamblea Nacional, que el Gobierno rinda cuentas del negocio del petróleo y los combustibles y que informe sobre el monto y manejo de los cuantiosos beneficios que deja la cooperación venezolana, la cual debe ser incorporada al presupuesto nacional. La solución es poner fin al monopolio de Albanisa o la familia gobernante Ortega-Murillo —que para el caso es lo mismo— sobre el súper lucrativo negocio petrolero y de los carburantes. Pero eso solo sería posible con un cambio de Gobierno.
Ver en la versión impresa las páginas: 10 A