Los malinches florecidos y el olor de los campos que claman a gritos el invierno nos indican que estamos en mayo, el Mes de la Madre. Los cristianos católicos de manera especial fijamos nuestra mirada en este mes en la maternidad espiritual de María; aquella sierva de Dios a quien la generación de este nuevo milenio llama Bienaventurada, como Ella misma lo profetizó en su Magníficat.
En María los cristianos vemos el modelo perfecto de entrega a Dios, la sencillez evangélica de reconocer a Cristo como única riqueza y el misterio de su silencio que fue la sombra de todos sus días. Silencio, que como explica el padre Ignacio Larrañaga en su libro El silencio de María, nunca fue ausencia, sino presencia.
Y digo que fijamos nuestra mirada en Ella porque de todos los santos es quien más cerca está de Dios. De ahí que uno de los tantos piropos que le hacemos en las letanías dice: Reina de todos los santos. En María los cristianos vemos nuestras propias luchas y el deseo inmenso de pertenecerle al Amor que no es amado.
En Ella nuestras penas encuentran alivio, el desierto se convierte en bosque fecundo y por su intercesión nuestros pulmones reciben el soplo del Divino Espíritu, que desde el comienzo de los siglos revoloteaba sobre las agitadas aguas.
María es la Mater Ecclesiae, y este título no es el invento de algunos de los papas. Es ante todo el deseo del Salvador del universo, quien antes de expirar en el Calvario confió a María, su Madre inmaculada, el cuidado materno de su Iglesia. Un cuidado que se ha perpetuado a lo largo de los siglos y que ha permanecido bajo la sombra del silencio.
La Nueva Eva entendió al pie de la cruz el significado de las palabras de Cristo: “Mujer he ahí a tu hijo”. Y desde ese momento Ella acogió en la persona de Juan —el discípulo amado— a los hombres y mujeres de todas las generaciones. Desde entonces la Madre no ha descansado en su tarea de reunir a todos los hijos del Altísimo en torno a su altar, pues esa es su misión: dar a Jesús al mundo, así como lo llevó en su seno materno en la visita que realizó a su prima Isabel.
Mayo es por ello el Mes de María y el Mes de la Madre. Mes de los malinches florecidos y del Ave de Fátima. Mes que huele a Madre y tierra mojada. Mes en que subimos alegres y llenos de júbilo el cerro de Cuapa, allá donde la Madre nos dijo: “nicaragüenses no pidan la paz, háganla”. Mayo con “M” de madre es un tiempo oportuno para dar gracias a Dios por el don de la vida.
Es un tiempo también para promover un espíritu de tolerancia en las redes sociales hacia la figura de la Iglesia católica y otras religiones, pues cada ser humano debe ser portavoz del respeto y la paz. Que la Mater Ecclesiae interceda por nosotros desde el altar que ha levantado en el cerro de Cuapa, para atraer así a la sociedad nicaragüense —que se asfixia en sus pecados colectivos— a Cristo y, por Cristo, a Dios. El autor es estudiante de Comunicación Social
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