A Nelson Mandela (1918-2013), héroe de su raza y de la humanidad, vencedor en la lucha por la igualdad en las etnias, el destino —excepcional y mitológico— le puso el laurel de 95 años para compensar los 27 sufridos en la cárcel, los cuales fueron el símbolo de su dolor y redención.
Desde que oteamos la atmósfera que nos vio nacer, es costumbre —hábito vuelto ley— de los tiranos, condecorar con la prisión a quienes luchan por la libertad con lo cual labran la imagen del líder, aunque muchas veces cuando estos viajan de la llanura al poder, se convierten en dictadores peores de los destronados por ellos mismos. El caso Mandela es la singularidad. En la mazmorra montada en la soledad de las aguas, un museo se levanta para dejar testimonio público de la limitación de aquella jaula asesina transfigurada en historia, siendo lo más trascendente que de ahí alzó vuelo al Palacio Presidencial luego de haber triunfado en la negociación por la restauración idealizada en sus sueños de prisionero. Conociendo la expansión del alcázar previsto para blancos, no fue seducido por la sed de permanecer en el más del tiempo advertido, lo dejó para ser abrigado por la sábana popular y darle al sucesor el derecho de maniobrar el timón.
Todo en la vida de este personaje legendario fue un caso único. Cada página leída de la existencia, de la dogmática temporalidad humana, constituyó una lección bien aprendida, racionalmente aplicada, sin rastros de fútil demagogia. Nada de “más de lo mismo” sino lo opuesto teniendo de madrina a la elusiva humildad. Esa es la grandeza que se conmemora, la particularidad que llorada, facilita la certidumbre de que no todos puestos en la prueba padecen la mediocridad de deslumbrarse con el mármol y las alfombras sin que les importe heredar la peste y no el aroma de sus acciones, las alcanzadas por Mandela son tantas —en lo positivo por supuesto— imperfecto al fin como toda criatura humana que no bastaba el límite escueto de las páginas ni la dimensión colorida del celuloide para pormenorizar cada paso dado en su camino, cada estrategia contra la injusticia, cada una de sus reflexiones como las de compartir con el verdugo que lo sentenció a no gozar la puesta en primavera de la juventud. Eso tuvo la equivalencia tácita del perdón, razón por la cual no estaba tan distante de ser el Cristo negro que pone el otro cachete
Es común hablar más de lo debido de los muertos, sin embargo en este caso cada frase dicha está fundamentada por la realidad. No es efecto de la emoción, es producto de lo que, tangible o intangible puede comprobarse.
¿Será posible que con tanto reconocimiento en el mundo no haya lugar para la reflexión, para seguir los buenos ejemplos? Debe ser deseable morir con ese dulzor pretérito para encender el futuro de las nuevas generaciones. La sola palabra “apartheid” llenaba de terror a la sensible latitud del mundo opuesto a esas prácticas que hoy suman interminables minutos de silencio. A esos habría que responder con el himno real y no manipulado de la reconciliación en paz.
Las palabras expresadas por Obama me parecen las apropiadas para la síntesis en epitafio: “Tomó la historia en sus manos y torció el arco del universo moral hacia la justicia”.
El autor es periodista.
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