Por Cindy Regidor
El miedo se me ha juntado con la ansiedad. Rápidamente, han volado por mi mente imágenes de rodillas raspadas, codos ensangrentados y el impacto de mi cuerpo en el concreto hirviente de la calle. Joel, el instructor, me anuncia con voz grave que en breve empezaremos la lección. A mis casi 25 años, por fin voy a aprender a andar en bicicleta.
Cuando les cuento a mis amigos que nunca aprendí a pedalear en una bici, muchos se ríen, de manera que me siento un ser bastante anormal por no haberlo hecho antes.
De niños casi todos han tenido una bicicleta, como regalo de Navidad o cumpleaños, o quizá como herencia de algún primo mayor. Sin embargo, un padre alcohólico que recién había salido del país, una madre cuya prioridad era mantener una casa y cuatro hijos, más el infortunio de vivir frente a una calle principal transitada a toda hora por toda clase de vehículos, impidieron que yo tuviera mi bici. No había plata para comprar una y tampoco un lugar seguro para usarla.
Esta mañana me reprochaba: “¡Qué ridiculez! Aprendí a manejar un carro antes que a andar en bicicleta”. Y con una mezcla de envidia y admiración, observaba a los ciclistas que iban por la calle. Hasta que, de pronto, me di cuenta de lo absurdo de mi monólogo interno y me dije: “No es ridículo no saber andar en bicicleta. Lo realmente tonto es que me avergüence por no saber algo cuando en realidad esto no es lo único que ignoro”. Al recordar cuán ignorante soy en muchos sentidos, y hasta empezar a apreciar mi ignorancia, seguí mi camino más tranquila, rumbo a este parque.
Al fin he llegado a mi cita y al ver a mis instructores con las bicicletas, me ha entrado la ansiedad otra vez. Les saludo con una gran sonrisa y me río un poco para disimular los nervios, pero qué va, temo que ya he sido descubierta.
—Ese calzado no es el más apropiado. Podrías sufrir algún percance, —me advierte Roberto, el otro instructor, apuntando con su dedo hacia mis sandalias café.
De inmediato lo veo con ojos de gato afligido. Y él se apresura a ajustar un pequeño casco a mi cabeza. El gesto me parece tierno. Me siento una niñita de 5 años emocionada frente a una nueva y excitante aventura; pero rápido regreso a la bochornosa realidad de ser una viejonaza con cero experiencia en el arte de rodar pedaleando.
Una vez me acomodo, empiezo a avanzar tímidamente sin atreverme a quitar los pies del suelo. El contacto con el metal me ha causado un repentino frío y siento la boca completamente reseca. ¿Hace mucho viento hoy o es que, en realidad, la ansiedad ya se manifestó en mi organismo? ¡Ay Dios! ¿Y cómo es eso de mantener el equilibrio? Es el momento en que me pregunto si sería demasiado pedir primero una lección con triciclo.
Después de algunos minutos, Joel decide que es momento de usar los pedales. Al parecer, nota en mi rostro alguna señal de pánico y enseguida me aclara que no me dejará sola. Voy poco a poco ganando confianza, hasta que de repente sufro el primer intento de caída. Un gritito me delata. Al segundo intento de caída, por supuesto, vuelve el gritito, pero esta vez frente a un grupo de niños que han llegado hasta el parque a jugar, y que, al ver mi inexperiencia y terror, se ríen burlescos. ¡Cómo los envidio!
Roberto tenía razón. Las sandalias ya se han resbalado unas cuantas veces de los pedales. Empiezo a frustrarme. ¡Qué atrevida! Solo yo creí que en un par de horas aprendería a rodar en bicicleta. Después de varias vueltas, Joel empieza a sacar la lengua y a jadear por el cansancio. Ha ido todo el tiempo corriendo a mi lado, deteniendo la bicicleta para impedir algún aterrizaje forzoso. Decidimos suspender. Ha llegado la hora de volver a la realidad y termino un poco resignada y tristona.
En verdad no aprendí hoy todo lo necesario para andar felizmente sobre esas dos grandes ruedas, sin embargo: ¿Cuándo fue la última ocasión en que hice algo por primera vez? Redescubrí que el camino del aprendizaje es interminable: sabernos y aceptarnos ignorantes solo debe retarnos y no avergonzarnos.
De vez en cuando me aparece una frase que se le atribuye a Albert Einstein: “La vida es como el viaje en bicicleta, para mantener el equilibrio hay que seguir en movimiento”. Y hoy me voy pensando en cuánta razón tiene el genio. Movimiento, conocimiento, curiosidad, aprendizaje, son los motores que nos acercan a la grandeza. Hoy me sentí un poco más grande cuando vencí mi temor de manejar ese sencillo artefacto. Y bueno, hoy también aprendí que se deben escoger los zapatos según el reto del día. El próximo desafío será regresar al parque para aprender a hacer giros, una que otra pirueta y pedalear como toda una experta.
Ver en la versión impresa las paginas: 8