Gabriel Álvarez Argüello
En el ámbito parlamentario juegan tres conceptos igualmente legítimos: la disciplina de partido, la autonomía de los diputados y la prohibición del mandato imperativo. Nuestro ordenamiento jurídico consagra los tres principios.
La disciplina partidaria o unidad de voto puede derivarse del derecho ciudadano de organizar o afiliarse a partidos políticos con el fin de participar, ejercer y optar al poder (arto. 55 Cn) pudiendo, los diputados, agruparse en bancadas según las orientaciones políticas de sus respectivos partidos (arto. 80, Ley 606).
La autonomía de los diputados se deriva de los preceptos que consagran el derecho a elegir y ser elegidos y optar a cargos públicos (arto. 51 Cn) y el derecho a permanecer en el cargo en virtud de los votos del pueblo soberano sin que ninguna otra persona o reunión de personas pueda arrogarse este poder o representación (arto. 2 Cn).
La prohibición del mandato imperativo se encuentra en la disposición que establece que los diputados estarán exentos de responsabilidad por sus opiniones y votos emitidos en la Asamblea Nacional (arto. 139 Cn).
Las primeras asambleas legislativas sí funcionaron bajo el principio de mandato imperativo. Cuando los príncipes convocaban a los parlamentos medievales, los delegados de las comunidades comprometían a los grupos representados solo dentro de los límites del mandato recibido. La práctica demostró su disfuncionalidad ya que preestablecía la conducta de los representantes haciendo inútiles las discusiones parlamentarias. De tal manera que, por recomendaciones de los mismos príncipes, se comenzaron a otorgar mandatos sin un objeto preciso. En el siglo XVIII los diputados gozan ya de plena libertad de acción y la prohibición del mandato imperativo fue universalmente acogida por los nuevos parlamentos surgidos en los siglos posteriores. Hoy nadie concibe un Estado democrático sin la prohibición del mandato imperativo de los parlamentarios. Bueno, casi nadie.
La bancada sandinista acaba de aprobar unas reformas que rompen una evolución secular. Efectivamente, la parte conducente del nuevo artículo 131 de la Constitución nicaragüense dice así: “Los funcionarios electos por sufragio universal mediante listas cerradas propuestas por partidos políticos, que se cambien de opción electoral en el ejercicio de su cargo, contraviniendo el mandato del pueblo elector expresado en las urnas, perderán su condición de electo debiendo asumir su escaño su suplente”.
Al margen de las burdas triquiñuelas que encierra este deplorable precepto, interesa destacar que la libertad de los diputados y la prohibición del mandato imperativo no necesariamente se contradicen con su voluntario sometimiento a la disciplina partidaria. Un eventual apartamiento de esta disciplina podría originar su expulsión del partido político pero no su separación del cargo de diputado porque la soberanía pertenece al pueblo, es decir, al ciudadano elector y no al partido político.
Los partidos políticos cumplen trascendentales funciones en el Estado democrático contemporáneo: expresan el pluralismo político, concurren a la formación de la voluntad popular o sirven de instrumentos para la participación política, pero jamás ostentan la titularidad de la representación política de los elegidos.
Sin embargo, en Nicaragua, se ha resucitado un instituto medieval añadiéndole un ingrediente muy peculiar. Quien se aparta de la disciplina partidaria realmente no pierde su escaño, sino cierta virtualidad temporal retrotrayendo su vida hasta el momento inmediatamente anterior a su inscripción como candidato.
Así, por ejemplo, premonitoriamente, Xochilt Ocampo o Agustín Jarquín nunca perdieron su calidad de diputados. Simplemente nunca fueron electos diputados. Si algunos nicaragüenses creen que leyeron sus nombres en alguna boleta electoral, la marcaron, los vieron ser declarados electos y acreditados, tomando posesión de sus cargos y posteriormente participando en la discusión y aprobación de algunas leyes, están rotundamente equivocados. Todo fue pura ilusión. La verdad es que nunca fueron electos.
El autor es jurista y catedrático constitucionalista