La lucha democrática y cívica de masas que se está librando en Ucrania desde noviembre pasado, respalda lo que expresamos ayer en este espacio editorial acerca de que, cuando la gente se decide a salir a la calle para reclamar sus derechos y demandar libertad y democracia, no necesita ser convocada por los políticos. Además, los acontecimientos de Ucrania demuestran igualmente que no es fatalmente necesario apelar al recurso extremo, doloroso y costoso de la violencia armada en cualquier forma, para derrocar a un gobierno dictatorial o para obligarlo a abrir una transición hacia la democracia mediante reformas, pactadas o no.
En realidad, en cualquier país del mundo, cuando los ciudadanos se deciden a luchar masivamente por sus derechos sociales y reivindicaciones económicas, o por la libertad y la democracia, hasta al régimen autoritario más poderoso se le puede socavar y derrotar. No hay dictador en ninguna parte de la tierra que pueda resistir la avalancha popular, aunque recurra a los peores extremos para mantenerse en el poder, como lo hizo el sanguinario dictador libio Muamar Gadafi y como lo está haciendo en Siria el déspota genocida Bashar al Asad.
Los ucranianos, por tercera vez en los últimos 22 años se han lanzado masivamente a la calle y han hecho de Maidan —la plaza de la independencia en el centro de Kiev, capital de Ucrania— su bastión de lucha por la independencia, la libertad y la democracia.
La primera vez fue en el año de 1991, cuando el sistema comunista y totalitario de la Unión Soviética (de la cual Ucrania formaba parte a la fuerza) se derrumbó como consecuencia de sus insalvables contradicciones, su irracionalidad y su inviabilidad económica y social.
La segunda ocasión fue en noviembre de 2004, para repudiar el fraude electoral que fraguó el excomunista Victor Yanukóvich para imponerse como presidente de Ucrania, robándole el triunfo al demócrata Víctor Yushenko, quien recibió la mayoría de votos en las urnas electorales. Aquella insurrección cívica del pueblo ucraniano denominada “la revolución naranja” (por el color de la bandera del partido Nasha Ukraína, Nuestra Ucrania, al que habían arrebatado las elecciones), obligó a la repetición de los comicios y el pueblo volvió a elegir a Victor Yushenko, y Yulia Timoshenko, líder del también democrático partido Patria, le fue confiado el cargo de primera ministra.
Lamentablemente, ya en el ejercicio del poder y durante la difícil construcción de la nueva Ucrania democrática, los demócratas ucranianos se dividieron y facilitaron a Victor Yanukóvich la toma del poder por medio de las elecciones y el establecimiento de un régimen autoritario respaldado por Rusia. Algo muy parecido a lo que ocurrió en Nicaragua.
Sin embargo los ucranianos no se desanimaron por las inconsecuencias de los políticos y tampoco se han dejado dominar por el miedo, ni sobornar por las dádivas populistas. Por el contrario, desde noviembre pasado están otra vez en la calle, soportando la brutal represión gubernamental y la inclemencia del clima, convocados por la ilusión de que Ucrania sea parte de Europa democrática —no una neocolonia rusa— y empeñados en reconquistar la democracia y la libertad.
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