El 19 de julio de 1979, hace 35 años, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) tomó el poder después de haber encabezado la insurrección armada contra la dictadura somocista.
Ese día comenzó el convulso proceso histórico llamado revolución popular sandinista, el cual duró 10 años y 9 meses, hasta abril de 1990, dejando al país en una situación económica, social y política desastrosa, bastante peor que como lo dejó la dictadura dinástica de los Somoza.
Hay que decirlo: le habría ido mucho mejor al pueblo de Nicaragua si el dictador Anastasio Somoza Debayle no hubiera facilitado el triunfo de la revolución armada con su aferramiento al poder, si hubiera aceptado la salida política del conflicto nacional, como lo demandaba el Frente Amplio Opositor (FAO) que aglutinaba a todas las fuerzas políticas democráticas civilistas.
La obcecación de Somoza le permitió al FSLN imponer su estrategia de lucha armada y las consecuencias fueron nefastas para Nicaragua, salvo para los dirigentes sandinistas que tomaron el poder, disfrutaron sus beneficios y se convirtieron en una nueva clase rica de Nicaragua.
Sin embargo, desde el mismo día que triunfó la revolución sandinista, el 19 de julio de 1979, comenzó también la contrarrevolución. Y no hablamos únicamente de la reacción contrarrevolucionaria del sector somocista que había sido derrocado, la cual se extendió paulatinamente a otros sectores a los cuales las medidas absolutistas que disponían los comandantes sandinistas perjudicaban sus intereses. Nos referimos también a que la revolución sandinista se convirtió en contrarrevolución, al traicionar las esperanzas de todos los nicaragüenses que lucharon para que la dictadura somocista fuera sustituida con la democracia y la libertad, no con otra dictadura.
Toda revolución, inmediatamente después de que triunfa y los líderes revolucionarios toman el poder, se convierte en contrarrevolución. Son muy raras las excepciones a esta regla histórica, como es el caso, por ejemplo, de la revolución norteamericana de fines del siglo XVIII, que no sustituyó al régimen despótico inglés con otro despotismo sino que fundó el sistema de libertad y democracia que los estadounidenses disfrutan y cuidan hasta ahora.
La filósofa política estadounidense de origen judío alemán, Hanna Arendt (1906-1975), reconocida como una de las más lúcidas estudiosas del fenómeno revolucionario en todas partes del mundo y a lo largo de la historia, advierte en uno de sus libros titulado precisamente Sobre la Revolución que “el revolucionario más radical se convertirá en un conservador —es decir, en un contrarrevolucionario— el día después de la revolución”.
Es que independientemente de los ideales y objetivos que proclamen los revolucionarios —que siempre son nobles y bondadosos—, apenas toman el poder se convierten en aquello contra lo cual lucharon y muchos hasta dieron la vida. Los luchadores contra el poder son ahora los defensores del poder y como regla general se convierten en una nueva clase de magnates y oligarcas, mientras la masa popular por la cual lucharon y ahora cínicamente dicen seguir luchando, continúa sometida a la pobreza, la injusticia y a la falta de democracia y libertad.
La Nicaragua de hoy, 35 años después del triunfo de la revolución sandinista, es una dramática y penosa muestra de cómo una revolución se convierte en contrarrevolución.
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