Venían posiblemente cansados, asoleados, muertos de sed, con hambre. Habían viajado por sus creencias ideológicas, por apoyo a su líder, o simplemente por conocer Managua. Nadie lo sabe, lo que sabemos es que de pronto se encontraron con la muerte. Sus vidas fueron segadas, por el odio, la intolerancia, la intransigencia o la rabia.
Esos muerto y esos heridos, son de todos, a todos nos pertenecen, su dolor y su tragedia es nuestra tragedia, y el vacío que deja en sus hogares es también nuestro vacío.
El fantasma que tanto temíamos está ahí, la guerra, la muerte, la tragedia humana, producto de los cierre de espacios políticos, del control alrededor del caudillo, de la concentración de riquezas, del uso del poder absoluto que corrompe y destruye todo a su alrededor.
Parece que no hemos aprendido absolutamente nada. Los mismo discursos, los mismo comunicados y partes oficiales, incluso los mismos adjetivos de hace cuarenta años atrás. “Asesinos, bandoleros, revoltosos o los que se usaron mucho tiempo anterior, contra Sandino, bandolero, “bandolero divino”, como lo canta el poeta leonés Antenor Sandino.
Sangre inocente, humilde, campesina, la misma que hizo posible y que pagó un enorme precio en la insurrección de 1979, que dejó al país plagado de placas que recordaba a los caídos. La misma que se alzó en armas, que se dividió en dos bandos, los unos financiados por los yanquis, los otros financiados por los rusos, búlgaros, cubanos, pero en el fondo sangre humilde de ambos lados, sangre nicaragüense, sangre nuestra.
La bala que perforó la vieja lámina de los buses que los trasportaba, era la continuación de otras balas tiradas también a mansalva, con premeditación, alevosía. Atravesaron sus humanidades, pero antes había atravesado otros cuerpos, la Constitución, la libertad de manifestar tus creencias, el voto de miles de nicaragüenses, en el fondo fueron producto de la soberbia, del irrespeto al otro, de la incapacidad para poder aceptar el punto de vista contrario a nuestro pensar o sentir. Fueron producto del manoseo a nuestras instituciones, del irrespeto al estado de derecho. De la negativa a consensuar, para debatir con altura nuestras diferencias.
La bala asesina, como una rápida guadaña segó sus vidas en un segundo, como en un corto período ha sido segada la ilusión de un pueblo, sus anhelos de libertad, su futuro promisorio. La república secuestrada y nadie dice nada, como también callamos ante las muertes del Tortugero, Chichigalpa, el Carrizo, o los numerosos asesinatos perpetrados a ex miembros de la Resistencia Nicaragüense.
Sandinistas, ¿y qué importa, la ideología, las creencias, los afectos o los amores? ante todo y sobre todo, eran seres humanos, eran nicaragüenses, eran nuestros hermanos.
La revolución del 79 y la guerra civil que le siguió, nos trajeron muerte, gente lisiada, exilio, familias divididas, el país destrozado y parece que no hemos aprendido. “Y la delgada niña cayó con su bandera/ y el joven sonriente rodó a su lado herido”.
Para evitar la guerra hay que sembrar la paz. Y esa no se siembra hablando de paz pero preparando la guerra, esa se siembra desde abajo, del corazón, del respeto al derecho del otro. De la convivencia y de la necesidad de construir una sociedad abierta, en donde todos podamos coexistir. Una sociedad regida por el estado de derecho, en donde cada poder del estado respete y obedezca el precepto constitucional y no lo manosee ni lo tergiverse a su manera o para sus intereses mezquinos.
Si no hacemos eso, cosecharemos lo que hemos sembrado. Sembrando vientos cosecharemos tempestades, lo trágico es que los huracanes a los que más dañan es a los débiles, a los humildes, a los pobres.
Por eso, como nos dice Neruda:
“Por estar muertos, nuestros muertos,/Pido castigo”.
Para el verdugo que mandó esta muerte,/ Pido castigo.
Para el traidor que ascendió sobre el crimen,/pido castigo.
Para el que dio la orden de agonía,/pido castigo.
Para los que defendieron este crimen,/pido castigo.
Para los que de sangre salpicaron la patria, pido castigo”.
El autor es abogado.
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