Humberto Belli Pereira
Es natural que moleste el título de este artículo. Pues es como vivar a la muerte, a la destrucción y al odio que toda guerra implica. Pero una de las ironías de la historia es que ese grito ha salido de innumerables gargantas. Y no solo en tiempos antiguos, o en sociedades primitivas, sino en tiempos modernos y en sociedades cultas. Como ocurrió hoy, hace exactamente cien años, cuando Austria declaró la guerra a Serbia iniciando la Primera Guerra Mundial.
El conflicto, que poco después arrastró a más de medio mundo, estalló entre las naciones más cultas del planeta. Y aunque fue una catástrofe que segó la vida de diez millones de personas, arruinó países y sembró la semilla de peores guerras, su inicio fue saludado por un júbilo que no ha dejado de sorprender a historiadores. Algunos la han llamado, incluso, “la más popular de las guerras”.
Stefan Zweig, escritor austríaco pacifista, presenció atónito cómo las multitudes en Viena vitoreaban desde aceras y balcones a los reclutas que marchaban triunfantes con los rostros iluminados. Había en todo ello, nos dice, “algo grandioso y arrebatador de lo que era difícil sustraerse”. Escenas similares se vivieron en Berlín, Londres y París. Y hace más paradójica esta reacción la ausencia de razones de peso que justificaran las hostilidades.
Aunque es imposible abordar aquí un tema que nunca dejarán de escudriñar y discutir los historiadores, el consenso dominante es que la guerra no era inevitable sino que fue más bien producto de una sucesión de decisiones, dictadas por el orgullo nacional, los espejismos, la prepotencia y la falta de diálogo, que desencadenaron un crescendo de sucesos que se volvió indetenible e inesperadamente mortífero. Kipling, cuyo hijo murió en dicha guerra, resumió así el sin sentido de la misma: “Si alguien te pregunta, ¿por qué morimos?, respóndeles que porque nuestros padres nos mintieron”.
La guerra demostró uno de los misterios de la condición humana: la facilidad con que las mentiras movilizan a sociedades enteras hacia su destrucción; el poder que tienen las emociones irracionales —mitos, ideologías y nacionalismos— para ofuscar la mente y conducir al suicidio físico o moral a “hombres que tienen ojos pero no ven y oídos pero no oyen”.
En verdad, la inmensa mayoría, si no la totalidad de las guerras, son hijas de la mentira o la irracionalidad. Hay excepciones, como las llamadas “guerras de necesidad y no de escogencia”, donde un pueblo no tiene más remedio que defenderse ante una agresión injusta —como cuando Norteamérica declaró la guerra a Japón tras el ataque a Pearl Harbor—. Pero la mayoría ni son inevitables ni son necesarias.
Si esto no es muy obvio es, en parte, porque los políticos e ideólogos que propician las guerras las justifican presentándolas como defensivas y necesarias. Para ellos los agresores son siempre los otros —así dijeron las potencias europeas en la Primera Guerra Mundial y Hitler y Japón en la Segunda—. Pero son mentiras.
Uno de los pocos en demostrarlo fue Ghandi, quien en el siglo XX logró la hazaña de convencer a sus compatriotas que no era preciso empuñar las armas para liberarse del dominio británico. Había otra ruta, no violenta, que curiosamente llamó “Satyagraha”, o el “camino de la verdad”.
No es fácil seguirlo, pues requiere cultivar en el interior del hombre la razón y el dominio propio. Pero es indispensable si se quiere desterrar el grito guerrerista que sedujo a Europa hace cien años y a los nicaragüenses hace algunas décadas.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.