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Unión Europea en transición

Joaquín Roy

No ha sido exactamente el mejor momento para la Unión Europea para tomarse un necesario receso en busca de la renovación de su liderazgo.

Justo cuando Bruselas anunciaba que debía retrasar la decisión del nombramiento de media docena de altos cargos y proceder a las negociaciones para conformar (como primer paso práctico) el nuevo equipo de la Comisión, llegó la noticia de la tragedia del derribo del avión de la ya tristemente dañada Malaysia Airlines.

La prudencia y la incapacidad del nuevo presidente de la Comisión Jean-Claude Juncker para proceder a la identificación de posibles candidatos para su equipo, obligaron al todavía presidente del Consejo de la Unión, Herman Van Rompuy, a seguir empuñando el timón del buque europeo. Por lo menos, allí estará hasta el final de agosto, a la vuelta de las obligadas vacaciones que ralentizan la vida de la UE al dejar sin apenas personal a la Comisión. No van a ser unas vacaciones solamente ocupadas en consultas a distancia, sino que el ambiente va a estar dominado por el grave incidente ucraniano.

Curiosamente, la crisis generalizada (de identidad y de eficacia) en la que está inmersa la UE ha dejado, al menos por un cierto tiempo, de estar dominada por temas “tradicionales”. Temporalmente se han difuminado las lamentaciones sobre el déficit democrático, el temor por el ascenso del populismo y la ambivalencia (cuando no el chantaje) de Reino Unido oponiéndose al nombramiento de Juncker por considerarlo como demasiado integracionista y federalizante. Tampoco la presión de la inmigración (regular y descontrolada) parecía problema suficiente para alimentar el resurgimiento del racismo. Por fin, Cameron debió plegarse a los argumentos del voto a mano alzada y se tragó el nombramiento de Juncker, ante la evidencia de la sólida coalición entre conservadores y democristianos con los socialistas para conseguir la mayoría simple necesaria en el nuevo Parlamento, además de la cualificada del Consejo, según las nuevas reglas del Tratado de Lisboa.

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Por si el ya existente estado de crisis en la Unión Europea provocado por el engullimiento ruso de Crimea no fuera suficiente, ahora se incorporaba la más que evidente complicidad de Rusia en el chapucero derribo del
avión malayo.

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Pero las deliberaciones a puerta cerrada para acordar la identificación del nuevo alto representante de política exterior de la UE (para suceder a la ineficaz británica Catherine Ashton) comenzó a revelar otro conflicto geopolítico en el propio seno de la UE. Ya no se trataba del divorcio entre el norte y el sur, entre los países donantes y los deudores, sino entre el oeste y el este. Se trata de uno de los daños colaterales, de efectos retardados y temidos por numerosos observadores, de la ampliación de la UE que se puso en marcha desde el final de la Guerra Fría con el nuevo siglo y que se concretó entre 2004 y 2007 y finalmente ha dado otro toque adicional con la incorporación de Croacia el año pasado.

Al haber insistido el primer ministro italiano Matteo Renzi (estrella de las elecciones europeas) en el nombramiento de la nueva y joven ministra de Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, como posible Alta Representante provocó una de las reacciones de los representantes de los países del este. En Polonia y los estados bálticos se expresaba resquemor por el hecho de que si al nombramiento de Juncker (luxemburgués) se unía el premio a los socialistas mediante el reenganche del actual presidente del Parlamento, Martin Schulz y luego se continuaba con la italiana (señalada como “prorrusa”) como jefa de la diplomacia, el triunfo de la Europa carolingia fundadora de la UE era escandaloso.

Por si fuera poco, se consideraba a la primera ministra danesa, Helle Thorning-Schmidt, como candidata a la presidencia del Consejo. Como complemento, se podía dar un premio de consolación para España con el ascenso del ministro de Economía, Luis de Guindo, como líder del Eurogrupo. En suma, el nuevo liderazgo de la UE quedaba dominado por la “vieja” Europa (en la terminología de Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de George W. Bush en su paroxismo de geoestrategia). Francia, se preveía, quedaría recompensada, como es costumbre, con decisivos puestos de comisarios de influencia económica, además de estar bien representada en otras organizaciones internacionales, como es el caso notorio de Fondo Monetario Internacional, bajo la dirección de Christine Lagarde. Era un panorama demasiado contundente para que los nuevos socios se quedaran mudos.

Todo esto se producía en medio del también necesario reequilibrio entre socialistas y conservadores, con el útil consenso de liberales y verdes y todo complicado con la aparición de diversos grupos de euroescépticos y populistas de diverso origen. Finalmente, la presión para nombrar a más mujeres que las ya existentes en la Comisión complicaba más el cargado ambiente. Juncker y sus nuevos protectores se vieron obligados a pedir un largo tiempo muerto.

En este impase estalló la crisis del criminal o chapucero derribo del avión malayo. Por si el ya existente estado de crisis provocado por el engullimiento de Crimea no fuera suficiente, ahora se incorporaba la más que evidente complicidad (por pasiva o activa) de Rusia, como protagonista de la crisis generalizada europea, lastre que los cambios en su liderazgo intentaban suavizar. De convidado de piedra y frecuentemente desdeñado, Putin reclama protagonismo, aunque esta vez, por error de cálculo, puede haberse excedido. Curiosamente, la confirmación de la amenaza de Moscú puede acelerar los planes de la alianza entre Estados Unidos y la Unión en su programado acuerdo de Comercio e Inversiones (TTIP), del que se predicen dificultades. El autor es Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami

Opinión transición UE archivo
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