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Del Triunvirato al Principado

Leyendo textos de historia como el de Suetonio ( La vida de los césares ) y los de Isaac Azímov ( La República Romana y El Imperio Romano ), y reflexionando sobre ellos en sentido comparativo de épocas históricas, es fácil darse cuenta de lo mucho que ha cambiado el mundo desde entonces, al mismo tiempo que básicamente sigue siendo igual en algunas cuestiones fundamentales.

Leyendo textos de historia como el de Suetonio ( La vida de los césares ) y los de Isaac Azímov ( La República Romana y El Imperio Romano ), y reflexionando sobre ellos en sentido comparativo de épocas históricas, es fácil darse cuenta de lo mucho que ha cambiado el mundo desde entonces, al mismo tiempo que básicamente sigue siendo igual en algunas cuestiones fundamentales.

Me refiero a que es muy poco o casi nada lo que en una buena parte del mundo ha cambiado la naturaleza humana en relación con el ejercicio del poder. Lo cual se explica —dicen los que saben de estas cosas—, porque independientemente de los progresos culturales y políticos que se han logrado a lo largo de la historia, la naturaleza humana y la vocación por el poder siguen siendo hoy como en los tiempos de Julio César, el último gobernante de la República Romana, y de Octavio Augusto, el primero del Principado, como llaman algunos historiadores a la época imperial.

El hombre, por su propia naturaleza aspira a tener poder en sus diversas manifestaciones, incluyendo el poder político y la potestad de mandar a los demás, incluso decidir sobre la vida y la suerte de las otras personas, de pueblos y naciones enteras, en algunos casos para gobernarlos bien pero en otros para aprovecharse de ellos, someterlos y oprimirlos.

Así fue en tiempos de la antigua Roma, bajo el dominio de los césares; y así es ahora con los gobernantes cesaristas, los que abundan todavía y se creen, igual que los antiguos emperadores romanos, amos y señores de los pueblos que tienen bajo su control.

Los gobernantes cesaristas, quienes son individuos con afán compulsivo de poder, aprovechan para alcanzar sus fines de dominación que muchas personas carecen de conciencia de ciudadanía, de sentido de independencia personal y de autoestimación política. Y como consecuencia necesitan que una personalidad superior, un hombre fuerte y supuestamente clarividente piense por ellas y las gobierne o manipule. No consideran al gobernante como un administrador de los intereses de la sociedad y o un empleado público —lo que es en realidad—, sino como un caudillo iluminado a quien se le debe rendir culto a su personalidad, que es denigrante, y, después de muerto, divinizarlo y elevarlo a los altares como si fuera un santo o un dios pagano.

Eso fue lo que ocurrió en Roma con los césares, siguió ocurriendo con los reyes absolutistas de la Edad Media, ocurrió en el siglo pasado con líderes totalitarios como Stalin y Kim il Sung y ocurre en la actualidad con caudillos del tipo Hugo Chávez.

Volviendo a lo de Roma, después del asesinato de Julio César sobrevino un período de anarquía, de feroz lucha por el poder y de mortales venganzas entre individuos y facciones políticas.

Para poner fin a esa situación, Cayo Octavio (quien era sobrino y heredero de Julio César) y los generales Marco Antonio y Marco Emilio Lépido, pactaron en la ciudad de Bolonia para repartirse el poder y gobernar por medio de un Triunvirato.

Pero como siempre ocurre con los pactos de políticos sin escrúpulos y desmedidamente ambiciosos para repartirse el poder, el convenio de Octavio con Marco Antonio y Lépido era un acuerdo de bandidos y cada uno de ellos esperaba que llegara el momento propicio para librarse de los otros y quedarse con todo el poder.

Fue Octavio quien salió victorioso de aquella lucha entre los pactistas. Octavio acusó a Lépido por traición a Roma y lo obligó a renunciar al Triunvirato y a retirarse de la vida política y militar, a cambio de conservar la vida y la fortuna que había amasado. Marco Antonio, por su parte terminó suicidándose junto a la reina egipcia, Cleopatra, después de ser derrotado por la fuerza naval de Octavio en la histórica batalla de Accio.

Eliminados Lépido y Marco Antonio todo el poder pasó a manos de Octavio, quien, con habilidosas medidas de gobierno y mediante la concentración de todos los poderes públicos en sus manos, se convirtió en el nuevo amo y señor de Roma y sus provincias.

Octavio, igual que Julio César quería el poder absoluto. Sin embargo, considerando la experiencia funesta de su tío proclamó que su propósito era restaurar la integridad de la República, prometió gobernar con instituciones republicanas y de acuerdo con el Senado, al que depuró de sus miembros más corruptos reservándose la potestad de nombrar a los nuevos senadores.

En el año 27 a.C. Octavio hizo que el Senado lo nombrara Princep (Príncipe) de Roma, o sea el Primer Ciudadano de la República. Nació así el Principado en el cual de manera formal había dos ramas de gobierno pero en realidad Octavio tenía en sus manos todos los resortes e instrumentos del poder.

Ver en la versión impresa las páginas: 10 A

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