Así marcha la educación de Nicaragua: como una nave sin rumbo o un papalote sin cola. Con la misma facilidad con que se anuncia un nuevo plan educativo se le descarta. Lo que es prioridad hoy deja de serlo mañana. Cambian los gobiernos, o sus ministros, y cambian también los planes.
El problema es viejo. Lo experimenté como ministro de Educación bajo doña Violeta y, por un período más breve, bajo Alemán. Del sandinismo habíamos heredado un Ministerio vertical: todo se decidía en la sede central. El ministro nombraba a todos los directores de escuelas —usualmente con criterios partidarios—. Nos propusimos entonces descentralizar y despolitizar, pasando muchas decisiones claves a manos de los propios centros escolares, entre ellas la elección de sus directores. Estos pasaron a ser nombrados, con total autonomía, por consejos escolares compuestos por docentes y padres de familia.
Tan pronto llegó Alemán al poder, comencé a recibir llamadas de altos personeros del gobierno liberal, pidiéndome que nombrara como directores de institutos a ciertos activistas del partido. Los méritos que alegaban a favor de sus recomendados no eran docentes o gerenciales, sino políticos; habían colaborado mucho en la campaña electoral. Les tuve que explicar entonces que ya no correspondía al ministro hacer dichos nombramientos, sino a los propios centros escolares. Esto conservó en sus puestos a numerosos directores de colegios que eran competentes, pero no siempre liberales, y le dio estabilidad al sistema.
Mas luego fue nombrado ministro José Antonio Alvarado, quien tenía aspiraciones políticas. Una de sus primeras medidas fue pasar de nuevo a manos del ministro el nombramiento de los directores. El propósito no confeso, pero obvio, era fomentar una clientela de funcionarios que respaldaran su posible candidatura. Afortunadamente el ministro siguiente, Fernando Robleto, no solo restableció la elección descentralizada y democrática de los directores, sino que la incorporó en la Ley de Participación Educativa.
Pero en el 2007 subió Ortega, quien nombró ministro a Miguel De Castilla. En violación flagrante de la ley, y so pretexto de la gratuidad en la educación, desmantelaron la descentralización y restablecieron una vez más el sistema que fascina a los políticos: el nombramiento centralizado de los directores para premiar partidarios.
Luego, tras numerosos foros, De Castilla lanzó su “Plan Decenal de Educación 2011-2012”, con su respectivo cortejo de documentos, capacitaciones y cambios organizativos. Su objetivo central era aumentar la matrícula —no tanto la calidad—. Pero tampoco duró mucho. Tras su destitución la nueva ministra, Miriam Raudez, lanzó una nueva “Estrategia Educativa” cuyo énfasis era ahora la batalla por el sexto grado. Luego Rosario Murillo, en el 2012, anunció la batalla por tercer año de secundaria.
Hoy estamos de nuevo en vísperas de nuevos cambios pues Raudez ya no aparece y su equipo ha sido desmantelado, rumoreándose que De Castilla volverá a la carga. ¿Cuál será la agenda del próximo ministro? No lo sabemos. Lo que sí podemos saber es que mientras la educación siga el rumbo que le imprime un ministro, una primera dama, o un presidente, seguirá sujeta a discontinuidades costosas y dañinas; será como un papalote sin cola.
Es inaceptable. La educación es una siembra a largo plazo que requiere políticas educativas estables. Los bandazos botan experiencias y esfuerzos valiosos y terminan perjudicando a nuestros estudiantes —quienes hoy sufren una de las peores educaciones del mundo—. Para salir adelante urge forjar, a través del diálogo, un consenso nacional que produzca una agenda de nación capaz de trascender gobiernos y partidos. Que cambien los capitanes del barco pero que conserven el rumbo. Casi lo hemos logrado en lo económico, ¿por qué no también en lo educativo?