Trágico fue el destino de José de la Cruz Mena, premiado por llevar el nombre de un santo y sacrificado por ser su vida una cruz clavada por el filo de una lepra mortal, sin luz en los ojos desde los 22 años, pero con mucha inspiración para dejar una herencia musical rica en la diversidad aún ante las penas, una de las cuales fue la pérdida de los dedos.
La ausencia digital no le permitió seguir tocando la guitarra, el instrumento amado, razón por la cual debía silbar la música que componía.
Es justo nombrar siempre a José de la Cruz Mena. Pero esta vez, cada vez que está de cumpleaños — nació el 3 de mayo de 1874— merece la puntualización histórica en cuanto a las efemérides de la fecha en que murió, el 22 de septiembre de 1907, hace 107 años. Con ese motivo, la Orquesta Nacional de Nicaragua lo homenajeó con un concierto especial en la cuna de su advenimiento y en el teatro que lleva merecidamente su nombre.
Lo cobija el presente con el recuerdo y la devoción de oír su música, perpetuado como compositor trágico, concepto difícil de eludir pues no es posible evitar al escucharlo que la imaginación pulse aquella piel llagada a orillas del río chiquito que la historia hizo grande por haber sido ahí donde “el divino leproso” vivió en una casucha sostenida por horcones desde los cuales colgaba una hamaca.
Desde esa mortal fragilidad silbaba o cantaba las piezas que lo llevaron a estar vivo en la memoria.
Mena le dio al vals una danza surgida en el siglo 18 en compás de tres por cuatro, una imagen renovada. No fueron ruinas las que dejó, fue una escultura del “tempo” de moderada pero festiva velocidad.
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