En su libro Tiempos modernos, el historiador británico Paul Johnson afirmaba que los genocidios del siglo XX tuvieron su raíz en el relativismo moral. A nadie debe sorprender el vínculo entre moral y comportamiento. Una persona convencida de que matar es malo tendrá menos tendencias homicidas que una que lo ve como mera cirugía social.
Stalin y Hitler creían moral o bueno eliminar categorías enteras de gente. Ambos tenían en común con el relativismo su rechazo a la idea, greco-cristiana, de que hay acciones que en sí son objetivas e intrínsecamente perversas. La moralidad de matar dependía de quién era la víctima y por qué se hacía. Matar millones de burgueses para consolidar el socialismo era bueno. Matar millones de judíos para afianzar a Alemania, también.
Este tipo de amoralidad extrema es menos aparente hoy día, pero el relativismo del que procede no ha desaparecido. Al contrario, se ha convertido en la ideología dominante.
Muchos lo practican, quizás sin saberlo; como los que dicen: “Para usted ese estilo de vida es malo, pero para ellos no; no juzgue; lo importante es que cada quien viva de acuerdo con sus valores”. Muchos lo defienden, también, en nombre de la tolerancia y la democracia.
“Se cree”, decía Benedicto XVI, “que la democracia es incompatible con la pretensión de que alguien conoce la vía verdadera y que más bien debe buscar que todos los caminos se reconozcan mutuamente, como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor, como posiciones dependientes de situaciones históricas abiertas a nuevos desarrollos”.
Un artículo reciente de Alejandro Serrano reflejaba fielmente esta descripción. Hablando de la filosofía afirmaba que “solo bajo la idea de que su labor no responde a una verdad histórica o racional que existe a priori, sino que es construcción permanente de ella, adquiere sentido la multiplicidad de puntos de vista y, en consecuencia, la pluralidad de visiones”. Es un punto de vista que suena abierto, inclusivo y tolerante. Mas contradice la filosofía de la visión cristiana, porque para esta la verdad existe a priori (antes) e independiente del hombre y es algo que no la construye él, sino que la descubre auxiliado por la razón y la revelación. Es un punto de vista también peligroso.
“Si no podemos saber lo que es verdad”, se preguntaba Benedicto XVI, “¿Cómo podemos saber lo es bueno?” Hoy ya no tenemos los gulags de Stalin, pero los millones de criaturas asesinadas cada año en el vientre materno son testimonio del efecto que tiene el ver la moral como una “opción” que cada uno decide, de acuerdo con sus propias convicciones. Igual la aparición de los “matrimonios” homosexuales y la desintegración familiar. Si la familia es una mera construcción humana, independiente de cualquier ley natural o divina, podemos cambiarla al antojo. Y esto es lo que aplauden articulistas como Alfredo Bárcenas, que erigen la conciencia individual como el juez supremo. “Colocar una norma moral por encima de la voluntad humana”, nos dice, “es la característica más acusada del fanatismo intolerante”.
Vemos aquí la subversión del orden moral. Porque la esencia de la moralidad es el subordinar la voluntad a sus mandatos y no al revés. Vemos también la intolerancia de los tolerantes. Porque descalifican como fanáticos a quienes afirman que hay verdades o normas morales obligatorias para todos. Por algo Benedicto XVI habló de la “dictadura del relativismo”.
Es una dictadura que hay que combatir en aras de la humanidad. Porque si no podemos saber lo que está bien, ¿podremos actuar moralmente? Y si no sabemos actuar moralmente, ¿podremos construir un mundo mejor?
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.