En los últimos veinte años México ha crecido y se ha desarrollado de manera espectacular, económicamente hablando, gracias al Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá, llamado Nafta por su sigla en inglés.
El Nafta cumplió a principios del presente año los primeros veinte años de su entrada en vigor y ya “es una historia innegable de éxito para México”, según lo ha señalado el destacado intelectual mexicano, el excanciller Jorge Castañeda.
Gracias al crecimiento y el desarrollo impulsado por el Nafta, México está clasificado actualmente como la décimo cuarta economía mundial, la cuarta del continente americano y la segunda de América Latina, detrás del gigante de América del Sur que es Brasil.
El notable éxito económico y el avance material de México influyó en que los mexicanos “abrieran sus cabezas”, según dice el analista Castañeda y que se lanzaran a un proceso de rápida modernización, acelerado últimamente por el paquete de audaces reformas estructurales impulsadas por el actual gobierno de Enrique Peña Nieto.
Pero no son esas luces del crecimiento económico y el desarrollo material las que tienen a México en el centro de la atención internacional. México es noticia destacada en el mundo, actualmente, por las sombras de su atrasada cultura política, la cual se manifiesta en una violencia crónica e incontrolable cuya más reciente expresión ha sido el inaudito secuestro y probable asesinato colectivo de 43 estudiantes de magisterio rural en el municipio de Iguala, en el habitualmente convulso estado de Guerrero.
El éxito económico y la modernización material, la reducción de la pobreza y la expansión y consolidación de una pujante clase media (que es el soporte social de la democracia), se reflejó positivamente en la superestructura política de México. El país se encarriló en un inédito proceso de democratización política que rompió el monopolio de 71 años en el poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y permitió que hubiese alternancia en el poder y la oposición pudiera convertirse en gobierno, por primera vez desde la mítica revolución mexicana de 1910.
Sin embargo eso no ha sido suficiente para sanear y modernizar el sistema político mexicano, históricamente autoritario y corrupto y ahora agravado por la penetración del crimen organizado. Así lo demuestra el caso de los estudiantes desaparecidos y probablemente asesinados en el municipio de Iguala, del estado de Guerrero, que ha provocado una oleada de grandes protestas populares que ya forzaron la dimisión del gobernador estatal.
El hecho de que el alcalde de Iguala que ordenó el secuestro de los estudiantes y su entrega a los sicarios narcos para que los asesinaran, pertenezca al Partido de la Revolución Democrática (PRD) que es una organización de la izquierda, lo mismo que el renunciado gobernador del Estado de Guerrero, no significa que solo esta ala de la política mexicana está corrompida y penetrada por el crimen organizado. Todo el sistema político y estatal mexicano está minado por la corrupción y la criminalidad.
En México hace falta una nueva revolución, ahora política y moral (que no necesita ser violenta ni destructiva como la de 1910) para complementar el cambio económico que tanto progreso y beneficio le ha traído. Incluso para evitar que la prosperidad sea devorada por la corrupción política y la infección criminal en los poderes del Estado.
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