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Annabelle

La sorpresiva popularidad de El conjuro (James Wan, 2013) la convirtió en una franquicia de facto. Mientras avanza la producción de la inevitable secuela, nos llega esta “historia de origen” sobre la muñeca Annabelle, conducto diabólico que figura prominentemente en la primera película.

La sorpresiva popularidad de El conjuro (James Wan, 2013) la convirtió en una franquicia de facto. Mientras avanza la producción de la inevitable secuela, nos llega esta “historia de origen” sobre la muñeca Annabelle, conducto diabólico que figura prominentemente en la primera película.

Mia (Annabelle Wallis) y John Gordon (Ward Horton) viven el sueño americano de finales de los sesenta. Habitan una linda casa en la soleada California. Él está a punto de graduarse de médico. Ella está embarazada de su primer bebé. Son tan bellos y rubios que podrían haberse escapado de un comercial de pasta diente de la época. Las cosas se complican una madrugada, cuando dos satanistas matan a los vecinos de al lado, e invaden el hogar de los Gordon para continuar su orgía de sangre. Antes de morir a manos de la oportuna policía, una discípula del maligno forja un vínculo con una grotesca muñeca antigua que Mia atesora. O algo así. A partir de ese momento, el maligno hace de las suyas con Mia y John. Al igual que El Conjuro y tantas otras películas contemporáneas de horror, Annabelle apela a la devoción religiosa, capitalizando la idea más básica del cristianismo. Dios existe, y el diablo también. Annabelle está diseñada para que los fundamentalistas de Estados Unidos se identifiquen con el material. Es entretenimiento que reafirma su fe. No en balde la primera vez que vemos a los protagonistas están en misa. Y Mia dispensa un monólogo donde le deja claro a su esposo médico que en un escenario de peligro debe favorecer al producto de su vientre sobre la vida de ella misma. El científico queda escarmentado. La maternidad como estado de exaltación de la condición femenina se reafirma a cada paso, a lo largo de toda la película. Y las mujeres que fracasan en su misión protectora son castigadas simbólicamente.

La “temible” contra-cultura de la época está representada por los hippies malignos de la familia Manson, introducidos en un noticiero. La hija de sus vecinos, perteneciente a un culto diabólico, se convierte en parricida —su madre no pudo protegerla de malas influencias, y paga el precio más alto por ello—. Por supuesto que el diablo la hizo hacerlo. ¡La niña linda se convirtió en una hippie asesina!

El perfil racial de los personajes conecta con las ansiedades de la audiencia meta, y trata de aliviarlas. Mia y John son más blancos que el pan. Las minorías existen en función de ellos, dispuestas a sacrificarse por su bienestar. Tenemos a un sacerdote hispano, el padre Pérez (Tony Amendola); la amable vecina Evelyn (Alfree Woodard), de raza negra, está lista para dar la vida por la blanca que apenas conoce —ella también es una madre que falló en su misión—. El racismo latente es francamente ofensivo. La acción se desarrolla a finales de los sesenta, y parece que el guión se escribió también en esa época. La dirección es básica, y cubre su carácter elemental con la fotografía de James Kniest. Hay muchas secuencias que construyen anticipación, rematadas con una “revelación” —la muñeca, el diablo, lo que sea—, subrayadas sonoramente con golpe de orquesta, efecto de sonido, etc. El sobresalto es una reacción meramente mecánica. Las ideas debajo del estilo son reaccionarias. La posibilidad de que Mia sufra depresión posparto, o que esté insatisfecha confinada al ámbito doméstico, son rápidamente descartadas. Para “Annabelle”, la esposa piadosa, embarazada y con máquina de coser, debe sentirse más que realizada esperando que el hombre vuelva del trabajo. La película da miedo, y no por el diablo.

La Prensa Domingo California El Conjuro familia Manson archivo

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