Cuando se habla de que Daniel Ortega ha socavado las instituciones democráticas de Nicaragua, se piensa habitualmente en los poderes del Estado y los entes gubernamentales, en los gobiernos regionales y municipales y en las universidades públicas, que deberían ser autónomas pero están sometidas al riguroso control político del régimen orteguista.
Pero en la institucionalidad democrática que ha sido devastada por Ortega hay que incluir a los partidos políticos. Estos también son instituciones de la democracia, que en algunos casos fueron comprados y corrompidos por el poder, otros han sido amedrentados y sometidos y los pocos que conservan su independencia están arrinconados y prácticamente neutralizados por el poder avasallador del orteguismo. El régimen de Daniel Ortega ha logrado desacreditar a los partidos políticos al grado de que aun entre la gente que se considera de oposición, se les rechaza incluso de manera visceral.
Por supuesto que algunos de los mismos dirigentes de los partidos políticos han hecho lo suyo para facilitarle las cosas al orteguismo. Unos por corrupción y traición a la democracia, otros por cobardía o por necesidad de sobrevivencia, el hecho es que de una u otra manera le han ayudado a Daniel Ortega en su objetivo de denigrar a los partidos, al pluralismo político y al pluripartidismo, y de vender la malsana idea de que el partido único es lo que conviene a la sociedad.
La estrategia de Daniel Ortega ha logrado que mucha gente, que no es orteguista ni sandinista, crea que si la democracia no funciona y las instituciones democráticas se han quebrantado es por culpa de los partidos políticos y no por la nefasta obra del orteguismo. Y se ha generalizado la creencia falsa de que la sociedad y las instituciones son un reflejo de los partidos y los individuos políticos, cuando es al revés: los partidos y los políticos son un reflejo de la crisis de valores y principios que sufre la sociedad. Además se fomenta la idea oportunista de que igual que en China comunista se puede vivir bien sin instituciones democráticas y sin libertad.
En una sociedad en la cual se cree que lo importante es hacer negocios de cualquier manera y obtener prebendas del Estado; y que la ética, los principios de la libertad y los valores de la democracia son irrelevantes, esa aberración se tiene que reflejar de manera inevitable en la política y en la actitud de los políticos. Como muy bien lo demuestra la historia, solo en circunstancias excepcionales es que un líder o un liderazgo colectivo ejemplarmente ético, puede conseguir el respaldo masivo de la gente para realizar una transformación integral, material y moral, del Estado y la sociedad; una revolución de la honradez, como la que proponía Pedro Joaquín Chamorro Cardenal y retomó Fabio Gadea Mantilla cuando fue candidato presidencial y lo hicieron víctima de la maquinaria electoral fraudulenta del orteguismo.
En la situación actual de la sociedad nicaragüense es muy difícil que los partidos políticos recuperen credibilidad y la confianza de la gente. Y menos si no demuestran que las merecen. Pero difícil no significa imposible. Y los partidos y los políticos democráticos lo tienen que intentar y perseverar hasta lograrlo, porque sin un robusto sistema de partidos es imposible que la democracia republicana pueda funcionar.
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