6,000 mujeres son asesinadas cada año en el mundo, diariamente 180 mujeres y niñas son privadas del derecho a la vida, principalmente por armas de fuego. De los 12 países con la tasa más alta de feminicidios a nivel global, cinco son de América Latina (El Salvador, Guatemala, Honduras, Colombia y Bolivia) y superan los seis asesinatos de mujeres cada cien mil féminas, según el informe Femicide: A global Problem. Setenta y cinco por ciento de los victimarios son conocidos o familiares cercanos de la víctima.
Nicaragua presenta una preocupante cifra anual de 70 a 80 mujeres por año entre 2004 y 2013, equivalente a una cada cinco días con una leve disminución del diez por ciento en 2013, al año siguiente de la promulgación de la Ley 779.
En Costa Rica existe la Ley 8589 que textualmente prescribe: “Se le impondrá pena de prisión de 20 a 35 años a quien dé muerte a una mujer con la que mantenga una relación de matrimonio, en unión de hecho declarada o no”.
La raíz principal del feminicidio deriva de una pandemia de relaciones afectivas tóxicas dominadas por el machismo, los celos, la inseguridad, la falta de cultura de diálogo y el irrespeto al prójimo sintetizado en el hombre misógino.
Walter Riso, el más reconocido psicólogo latinoamericano a nivel mundial (colombiano, nacido en Nápoles, Italia) afirma en esencia que el problema de la violencia entre parejas radica en el afán de posesión y control de la mujer-objeto por el hombre-sujeto.
El presbítero Ángel Espinoza de los Monteros, en su prédica El anillo es para siempre afirma: “Vivimos una subcultura permisiva que justifica el divorcio y la infidelidad, por lo que la violencia doméstica es ignorada”. Yo agregaría que una educación de género desde la infancia y la adolescencia basada en el principio cristiano de “amar al otro como a ti mismo”, “no hagas al otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti”, sería la piedra fundamental para recomponer una sociedad disfuncional como la actual.
Su santidad Juan Pablo II acuñó en 1993, durante su visita a Estados Unidos, el concepto de cultura de la vida antagónica de la cultura de la muerte.
En este sentido todo lo que signifique daño contra la mujer causando lesiones físicas emocionales e inclusive su muerte es contrario a la vida. La agresión contra la tierra, contra el medioambiente y la ecología también es parte de la cultura de la muerte. El primer ser vivo a proteger en la naturaleza es el niño o niña concebido en el vientre materno desde el instante de la unión de los gametos de padre y la madre, es decir, desde el momento de la concepción hasta su fin natural a cualquier edad oponiéndose abiertamente a la eutanasia.
Crear una cultura de diálogo franco, honesto e íntegro inter-género, intergeneracional, transversal y con educación moral y ética es la salida para este conflicto de proporciones universales. Cada hombre celoso, violento, rencoroso que tuvo una infancia con brutal agresión y maltrato es un potencial homicida tanto de hombres como de mujeres o niños porque tiene una sed de venganza por la cruel historia de vida que le tocó. Transformar un corazón lleno de odio solamente Dios con su bondad y sabiduría puede lograr. Los seres humanos dedicados a la salud integral y los legisladores tenemos la palabra.
El autor es ginecólogo y obstetra.
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