La historia de Nicaragua está salpicada de sangre. Desde la independencia hasta nuestros días la intolerancia ha sido el instrumento desgarrador para que guerras, revoluciones, ocupaciones, golpes de estado y fraudes nos hayan arrebatado por siglos la esperanza de vivir como personas civilizadas en un mundo común donde todos construyamos la república de nuestros sueños.
Los nicaragüenses en la comunidad de naciones hemos sido la excepción de la regla. Mientras los demás progresan aquí hacemos lo imposible para retroceder atacándonos entre sí con más hambre de protagonismo que fundamento de razón. Es decir nuestra inculta sociedad política gusta, respira y transpira por la negación de todo aquello que pueda acercarnos o unirnos.
De 1990 a esta parte, en medio de altos y bajos de una democracia que está inconclusa, hemos tenido los gobiernos de Violeta Barrios, Arnoldo Alemán, Enrique Bolaños y Daniel Ortega y sumados todos, hoy por hoy, estamos en el segundo periodo más largo —25 años— solo atrás de los 30 de los conservadores de no tener guerras, aunque la ausencia de esta no necesariamente implique la existencia de la paz.
Pienso que si los liberales y los sandinistas no hubiésemos sido tan oposicionistas a Violeta Chamorro; si los pronales y los sandinistas no lo hubiesen sido de Arnoldo Alemán; si los bolañistas no se hubieran empecinado en destruir al liberalismo y si hoy los fragmentos adversos a Ortega fueran capaces de proponer y de organizar una oposición que el mismo partido de gobierno necesita, este país hoy sería otro, pero al parecer hay quienes persisten en la necedad.
A pesar de nuestros errores, intransigencias y descalificaciones el país no está sojuzgado ni por la dictadura de Somoza ni por la dictadura de los ochenta. Cada uno de los gobiernos que se sucedieron desde 1990 a esta parte tuvieron sus altos y bajos donde no todos estuvimos de acuerdo, pero cada uno de ellos fue sumando a la existencia de una democracia incompleta e imperfecta pero dentro de un régimen que no tiene presos políticos, que no genera exilio, que tiene una alianza con empresarios y sindicatos que genera estabilidad, que maneja responsablemente la economía nacional, que tiene en su libre determinación relaciones políticas con todos los países del mundo y que socialmente es un modelo en desarrollo que a otros llama la atención.
Por supuesto que hay debilidades insoslayables. Es imposible no observar que tenemos un déficit institucional: Electoralmente hay un reclamo para que los próximos procesos sean diáfanos: El extremismo niega a algunos ciudadanos a expresarse: La administración pública debe ser más transparente y otros factores que requieren de mucha atención. Sin embargo, en un país como el nuestro, esas cosas no tienen la importancia que deben —según las encuestas— porque siendo fenómenos políticos no hay políticos en la oposición que las pongan en su verdadera dimensión.
Lo anterior sin embargo no luce posible y aunque por decirlo haya quienes me descalifiquen y me ubiquen en aceras donde no estoy, lo cierto es que la intolerancia es el factor por el cual los oposicionistas no son capaces de encontrar respuestas a sus demandas. No se unen porque se repelen; no dialogan porque se descalifican; no marchan porque son mediáticos; no los escuchan porque no proponen; no inciden porque no convencen; no gustan porque son los mismos; no puntean porque están vacíos.
La intolerancia venga de donde venga solo genera agresividad y la guerra y la paz son cultivos que los germinamos en el corazón. Abracemos la tolerancia para que todos alcancemos la comprensión y el perdón. Cuando practicamos la tolerancia, proyectamos una imagen nuestra que habla de nuestra inteligencia, nuestra madurez y nuestra nobleza.
El autor es periodista.