Si los Ortega-Murillo creyeran en las encuestas que supuestamente les conceden una aprobación que raya el sesenta por ciento, no dudarían en independizar el Consejo Supremo Electoral (CSE), invitarían a observación nacional e internacional, no manipularían actas de votación como se denunció en 2008 y 2011, no retendrían las cédulas ciudadanas, no apadrinarían partidos zancudos ni reprimirían protestas.
Al oficialismo le bastarían elecciones honestas para demostrar que goza del respaldo mayoritario. Sin embargo, saben que no es cierto, que las encuestas no son lo que parecen, que muchos dicen apoyar al gobierno movidos por temor, y que el bolsón de aproximadamente cuarenta por ciento que se declaran sin preferencias, es la natural reacción de molestia ante una oposición dispersa.
En 1989 las encuestadoras, menos una, pronosticaban una arrolladora victoria de Daniel Ortega. Cuando periodistas internacionales entrevistaban a mujeres y varones, de cualquier edad y localidad, ante la pregunta de ¿por quién va a votar?, la respuesta inmediata era ¡por Daniel! ¡en la casilla dos!, mientras, con sonrisa pícara y creyendo que las cámaras no los grababan, muchos mostraban el dedo índice, o se tocaban la nariz o la oreja, indicando que en realidad su voto sería por la Unión Nacional Opositora (UNO), demostrado con el triunfo arrollador de Violeta Barrios de Chamorro.
Barrios de Chamorro ganó en un ambiente adverso y a pesar que la campaña de la UNO tuvo limitaciones. El oficialismo copaba, más que ahora, los medios de comunicación, y la libertad de expresión y prensa estaba arrinconada. Sus estrategias para intimidar a la población, crear división y las trabas para movilizarse, eran peores. El Ejército y la Policía, extensión del partido gobernante; los comités de barrio vigilaban a los vecinos; los colegios y universidades, los empleados públicos, también bajo aparente control. Esta película ya la hemos visto y termina mal para el orteguismo.
La diferencia de aquél entonces la marcó, sobre todo, la garantía de la observación electoral internacional. ¿Acabar la guerra fratricida fue el factor decisivo? Sin duda influyó, aunque a los defensores del régimen les gusta decir que fue determinante, lavándose las manos sin reconocer que ellos la provocaron por su ambición de expansión regional y los atropellos a los nicaragüenses. ¿Acaso hoy la entrega de la soberanía nacional a potencias conflictivas, el despojo de tierras a campesinos y la destrucción del medio ambiente no son un factor decisivo para su nueva salida?
En El Carmen, el recuerdo de la derrota de hace 25 años que los hizo asomarse en televisión, compungidos y llorosos, les infunde temor y agita las entrañas. Y tienen razón, porque van por el mismo camino. Sus posibilidades —otra vez— se reducen a proponer reglas aceptables para comicios del 2016 (buscando arreglos para su impunidad y su capital), o encapricharse en una aventura dictatorial, perdedora por naturaleza como nuestra historia enseña.
Algunos desanimados dicen que Nicaragua no tiene, a corto plazo, posibilidades para rescatar la democracia y es mejor “acomodarse” al juego. Me parece que eso, precisamente, es lo que la pareja presidencial intenta hacer creer a los timoratos y oportunistas, proyectándoles de paso una imagen invencible, omnipresente, respaldados por la anunciada avalancha de chinos y rusos. Pero recordemos que en 1989 también estábamos intervenidos con miles de cubanos, soviéticos y de muchas otras nacionalidades. Tras la derrota del frentismo, en poco tiempo y sin drama, desfilaron por el aeropuerto.
Si los Ortega-Murillo creen en las encuestas, ¿aceptarán elecciones limpias con amplia observación internacional en 2016, respetando la voluntad popular? Escudarse en represión, trampas y engaños, es ser miserablemente débil. Y miedoso.
El autor es periodista.
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