Que la idea de un proyecto de nación se haya convertido en un lugar común no hace sino resaltar el vacío histórico y la necesidad de una respuesta a nuestra secular invertebración, la urgencia de superar una tradición despótica, acceder a la modernidad y conquistar la dignidad de llamarnos nación.
Para ello son necesarias voluntad de unidad alrededor de unos objetivos e imaginación para encontrar caminos propios, no simples copias de modelos diseñados para otras realidades.
Las contradicciones se dieron, desde un comienzo, entre ambiciosos conquistadores como Pedrarias —un hombre “turbulento, irascible y todo lo contrario de un intelectual”, como lo describe Hugh Thomas— y entre estos y los frailes evangelizadores que apoyados en la autoridad de la Iglesia y de la Corona, defendían a los indígenas.
Sobre la sangre española derramada por la codicia y la de los aborígenes sometidos a explotación inhumana se erigió, finalmente, un proyecto imperial cerrado, que duró más de lo que duraron cualquiera de los posteriores imperios europeos, pero cuyas bases filosóficas, —la contrarreforma, el dogma, la inquisición y la ausencia de pensamiento crítico—, condenaron a morir por ahogamiento.
La independencia, otra forma de guerra fratricida, se cubrió bajo el manto de una doble demagogia: la de las ideas ilustradas, sin conexión alguna con nuestras realidades, y la del rechazo de lo español, que era al cabo el rechazo de nuestra herencia cultural y de nosotros mismos. El lugar de la realidad que no pudieron ocultar las ficciones fue ocupado por la dominación violenta de los caudillos locales y su galería de sueños esperpénticos, que gobernaron como haciendas lo que no era sino remedo de naciones.
La dispersión y la anarquía fue aprovechada por un imperialismo de nuevo cuño: el norteamericano. Los poetas modernistas encabezados por Darío, el arielismo de Rodó, los escritores españoles de la generación del 98, criticaron la nordomanía, el deslumbramiento causado por la utopía utilitarista representada por Calibán, el pragmatismo o “religión natural de todos los granujas” que denunciaba el apócrifo profesor Mairena de Machado. Soñaron con una modernidad diferente, construida sobre la base de los valores del humanismo cristiano.
Pablo Antonio Cuadra y Julio Ycaza Tigerino desarrollaron en Nicaragua la idea de hispanidad, esbozada por Ramiro de Maeztu, sobre un sustrato conservador católico, desafortunadamente coincidente, en el momento histórico en que se dio, con la crítica fascista de la democracia liberal burguesa, manipulada posteriormente por la dictadura franquista como marco de sus relaciones con Hispanoamérica.
Vimos más tarde en las falsas profecías de la utopía marxista la forma de llegar a ser modernos, con las graves consecuencias de todos conocidos.
Y el reto pareciera hoy doblemente insuperable, en un mundo donde el pragmatismo y el relativismo, la demagogia populista, la negación de las ideas y el predominio de la voluntad de poder, el narcisismo y el vulgar hedonismo, degradan todo proyecto de convivencia humana y política.
La filosofía no solo explica los hechos consumados, como el búho de Minerva que en la parodia de Hegel alza el vuelo al atardecer: también aspira a encauzar la acción. Aporta la conciencia de la crisis, necesario punto de partida, y le imprime una dirección que busca transformarla y superarla. Hoy más que nunca somos conscientes de que sin voluntad de diálogo e imaginación para sentar las bases de la nación, no es posible salir del marasmo en que hemos vivido. El problema está en cómo abandonar los grandes espejismos y las grandes mentiras, qué hacer para apartar a los buitres oportunistas y a los granujas y, finalmente, convencer a los ebrios de poder, de la urgencia de construir consensos a partir de nuestras necesidades, principios, tradiciones y valores. Renunciar a este imperativo histórico sería renunciar a nuestra conciencia y tanto como desertar de nuestra propia condición humana.
El autor es jurista y catedrático universitario.
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